miércoles, 8 de enero de 2014

Homilía Solemnidad de la Epifanía del Señor, Ciclo A, 6 de enero de 2014

“¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?”
Esta pregunta de los Magos, vuelve a resonar entre nosotros. Es la pregunta de la humanidad toda, generación tras generación, que reclama una respuesta por parte del creyente.
Pero, los creyentes para dar una respuesta cierta deben hacerse esa pregunta en sí mismos, entre la comunidad de creyentes, y recoger los frutos de una respuesta que pueda ser compartida, testimoniada y gozosamente comunicada a todos. La comunión de preguntas genera una respuesta de comunión.
Hoy, nosotros, debemos preguntarnos con honda sinceridad: ¿Dónde esta nuestro rey que acaba de nacer? ¿Qué hemos hecho de este Niño Rey, los hemos encontrado, lo hemos acogido, lo hemos adorado, nos hemos hecho sus gozosos súbditos? O como Herodes, nos hemos encontrado frente a Él con una amenaza a nuestros reinados ilegítimos… Si así fuera, recibamos la llamada del profeta: ¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti!”.
Los Magos, vivieron una experiencia muy concreta frente a los que querían torcer su búsqueda: “La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje.”
Dejar torcer nuestra búsqueda de Jesús, sería traicionar esa Luz que se nos ha presentado por el testimonio de otros y por el don de la fe que hemos recibido de una u otra manera. Seguimos esa estrella de la fe, no es sólo una Luz interior, sino una Luz que nos supera a nosotros mismos pero, que nuestro espíritu puede reconocer como válida y necesaria para nuestra existencia.
Dios se nos manifiesta de maneras claras y nítidas, de modo que podamos darle nuestro reconocimiento y nuestro consentimiento. Dios se muestra y se deja encontrar.
Como los Magos, nosotros encontramos al Niño Jesús, en un lugar determinado, una locación específica, hacia la que hemos tendido que movernos. El síntoma patente de que no hemos buscado en vano y que hemos llegado al lugar indicado es la alegría y la sumisión a la forma en que se nos ha manifestado.
La estrella de la fe que nos guía se detiene en una casa, en un hogar familiar. No es cualquier lugar, es el lugar donde podemos encontrar un Niño Dios que ha venido a habitar el mundo y los corazones de los hombres y no un palacio real humano.
Y no lo encuentra sino con su madre, María. Es un Niño necesitado de cuidados maternales, que se identifica con esos cuidados maternales. A fin de cuenta ha venido a darnos esos cuidados maternales imprescindibles para vivir, para crecer, para madurar.
Al Niño Jesús lo encontramos en el Hogar de la Iglesia, la Casa de la Comunión, el Lugar habitado por Él junto con María la Madre, nuestra Madre.
La Iglesia esta llamada a ser esta Casa, en la que los hombres guiados por la estrella, encuentren la Luz plena y única, insustituible e imprescindible para la existencia. La Iglesia esta llamada dejarse habitar de manera permanente por el Niño Jesús y su Madre, para que los hombres al entrar en ella no la encuentre vacía o habitada por sustitutos de Jesús y su Madre. Los hombres en búsqueda necesitan a Jesús y Él quiere ser encontrado en su Casa, la Iglesia, para recibir de ellos su adoración y muestras de amor y gratitud.
Esa Iglesia vive en toda familia, en la que el Niño Jesús debe ser engendrado y cuidado para que crezca sin límites en todos sus miembros. ¿Son así nuestras familias? ¿Promovemos este estilo de familia?
Esa Iglesia vive en toda comunidad cristiana, en la que el Niño Jesús ha Nacido y ha reunido a sus miembros en torno a Él u su Madre, y donde ese Niño crece en cada uno y entre ellos hasta hacerlos a todos hijos del Padre Dios al estilo de Jesús e hijos de María al estilo de Jesús. ¿Somos una comunidad donde se puede encontrar al pequeño Jesús y en la que su Madre María nos enseña a acoger, a recibir, a ser hospitalarios y fraternos? ¿Pueden encontrar los que buscan a Jesús, en nuestra comunidad, una casa que se abre, una familia que se abre, un hogar en el que crecer y madurar junto a Jesús y su escuela de pequeñez?
Los que buscan al Niño Jesús y lo encuentran, están llamados a adorarlo y rendirle el homenaje que se merece. Y esa experiencia de adoración y regalo de sí mismos a Jesús Niño, debe ser tan obvio como posible, tan espontáneo como aceptable.
Los hombres de hoy necesitan encontrase con esos espacios-casa, esos hogares-comunidades, que viven como Madre que recibe y ofrece al Niño Jesús para ser adorado por el regalo del amor del hombre al Dios que se hace Niño, pequeño, accesible, Luz frente a la que todas las luces se apagan.
Colaboremos con este servicio de amor a Dios y a los hombres.


P. Sergio-Pablo Beliera

domingo, 5 de enero de 2014

Homilía 2º Domingo después de Navidad, Ciclo A, 5 de enero de 2014

“Ante él (el Creador), ejercí el ministerio en la Morada santa, y así me he establecido en Sión; él me hizo reposar asimismo en la Ciudad predilecta, y en Jerusalén se ejerce mi autoridad. Yo eché raíces en un Pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su herencia.”
Estas palabras develan claramente el inmenso y riquísimo misterio de Dios que “amó tanto al mundo que entregó a su Hijo Único” para que Él:
·      Ejerza su ministerio entre nosotros,
·      Se establezca entre nosotros,
·      Repose entre nosotros,
·      Ejerza su autoridad entre nosotros,
·      Eche raíces entre nosotros, su “Pueblo glorioso”, “la porción del Señor”, “su herencia”.
¿Pueden haber expresiones de mayor amor y ternura para con nosotros? ¿ Nos damos cuenta del misterio de Amor y de Ternura que envuelve a Dios frente a su Hijo Único ofrecido por nosotros sus creaturas?
Jesús, el Hijo Único del Padre, y del que Juan el Bautista da un claro testimonio, que estamos llamados a hacer nuestro: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo".
Ese Hijo Único, que es la Palabra que pone su Morada entre nosotros, es Jesús nacido en Belén de María virgen y de José su padre adoptivo. Su presedencia y a la vez su prexistencia resalta la incondicionalidad de su Amor y Ternura por nosotros, no por necesidad, sino por pura gratuidad.
El gran asombro del creyente, es ese arraigo de lo eterno en lo temporal de nuestra existencia. Y ese mismo arraigo gratuito y tan inmensamente generoso e inmerecido, nos habla de su precedernos y su existencia anterior a la de cualquier hombre. ¿Vivo esta expresión inconfundible de su Amor y Ternura por mi, por nosotros?
Ese gran don de eternidad en el tiempo y del tiempo que acoge a la eternidad de Dios, es una palabra profundamente sugestiva para el hombre contemporáneo, sumergido en su temporalidad, deseoso de eternizarse en ella, y que a la vez pierde el horizonte de la eternidad que el Padre nos regala en Jesús. Sólo Dios puede adentrarse en la temporalidad y echar raíces de eternidad en ella, porque sólo Él es el sustento de lo temporal y a la vez sólo Él puede morar en nuestra temporalidad sin quedarse puramente temporal.
Un hombre, esposo y padre de familia, profesional que alcanza un gran prestigio y posición en una empresa multinacional, se pregunta necesariamente: ¿cómo trascender? Es como si se preguntara por lo que le agregar valor a la existencia de los suyos y a sí mismo a partir de su existir. No desea pasar por el mundo y quedarse en nada.
Ningún logro humano, aún cuando sea el de la familia, el del trabajo bien hecho, el de la buena amistad entre los hombres, puede apagar la sed de trascendencia y acallar la voz de la conciencia que nos orienta hacia Dios, verdadera trascendencia del hombre. El mismo planteo puede hacerse cualquier hombre y mujer en cualquier condición.
Son las clarísimas palabras de Pablo hoy: “…el Padre de nuestro Señor Jesucristo… nos ha elegido en él… para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. El nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido.”
El hombre sólo se puede trascender a sí mismo y a sus hermanos, agregarle verdadero valor a la existencia de los suyos y de sí mismo:
·      Asumiendo y abrazando esa elección del Padre de Jesús y nuestro Padre,
·      Haciéndose santo e irreprochable por morar en la presencia de Dios en un amor como el suyo, plenamente expresado en Jesús y su Evangelio,
·      Asemejándose con gozo renovado a su condición esencial de hijo en el Hijo Jesús, con gozo y clara supremacía sobre todas las cosas,
·      Siendo en todo alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo Amado, sin el cual nada puede ser asumido y concretado en nuestra existencia.
No es un pensamiento más, no es una meditación más, no es una contemplación más este obrar de Dios en el tiempo, en nuestro tiempo y nuestra necesaria trascendencia desde la inmanencia, que revela nuestra vocación más profunda. Porque sólo haciéndonos y haciendo a los demás, hijos de Dios, es como esa sed alcanza su saciedad.
Vivir en la acogida de esta llamada y en su realización concreta de encarnación y a la vez de desprendimiento, es como concretamos ese, “valorar la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos.”
Desde Jesús no hay ninguna contraposición entre el arraigo en lo temporal -al estilo de la Voluntad del Padre y la concreción de Jesús- para recibir la Luz de Dios, Jesucristo y su Evangelio, y la trascendencia de lo temporal por el desprendimiento de lo temporal -al estilo de la Voluntad del Padre y la concreción de Jesús-, abrazando nuestra vocación de santidad, verdadera trascendencia del hombre hacia Dios.
Santidad que es Morar en Dios al estilo de Jesús que no tuvo morada propia porque la suya era la Morada del Padre.

P. Sergio-Pablo Beliera