lunes, 16 de enero de 2006

HOMILÍA 2º DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B 2006



En la primera lectura y en el Evangelio se dan dos constantes de las que quisiera reflexionar con ustedes y que son de crucial importancia para concebir nuestro camino cristiano en su verdadera dimensión de llamada:

La primera es que tanto Samuel como Andrés y otro, son discípulos de un maestro inicial que cambiará radicalmente su orientación al intervenir en la escucha de la llamada de Dios, son Elí y Juan Bautista, los que le señalan a estos discípulos a Dios mismo. Dicho de otro modo de un maestro instrumento a Dios Maestro en persona.
De esta manera podemos reconocer en toda llamada un proceso previo. Una preparación a la llamada que nos hace libres y disponibles. Este proceso esta lleno de pequeños pasos que purifican y despejan el camino, dejando a la persona en un estado de apertura y receptividad. Es el sentido de todo proceso en el que, impulsados ocultamente por Dios mismo y con la ayuda de muchas mediaciones, se van creando en nosotros el deseo y los hábitos y virtudes necesarias para una vocación a la fe. Algo así como ir poniendo la casa en orden para recibir a su huésped.

La segunda es que estamos ante una llamada que es un descubrimiento que cambiará toda la vida de estas personas, Samuel será profeta y los discípulos apóstoles. Hay una llamada personal y personalizante.

Personal porque Dios se dirige concretamente a la persona, llama a…. Esa llamada implica el reconocimiento de que Dios sabe porque y que si llama es porque para eso hemos sido hechos. Es personalizante porque en el hecho de ser llamado donde se construye la personalidad, ser y misión son una sola cosa y van en el mismo sentido. La llamada le permite a la persona reconocer su verdadera personalidad, conocerla y desplegarla.

El contacto con Dios personalizado en Jesús es fundamental, ya que con Él uno puede vivir y convivir. Hay una posibilidad de estar y ver.

Ser cristianos es entonces, vivir de la llamada y para la llamada. Es imposible sostener un camino en la fe que no parta de la pregunta de Jesús, de su iniciativa: “¿Que buscan?”. El necesita que nos aclaremos a nosotros mismos que es lo que realmente buscamos en la vida y en que está puesto nuestro centro de atención e interés totalizante. Este proceso de diálogo, que Jesús inicia, nos conecta con nuestros deseos y anhelos más profundos.

Si sabemos lo que buscamos podremos ir tras de Jesús, ya que Él se da solo al que lo busca comprometiéndose por entero a sí mismo. De ahí la pregunta: “¿dónde vives?” porque necesitamos permanecer con Él para poder acudir a su escuela y aprender personalmente su estilo de vida que le de sentido completo a nuestro vivir.

La invitación de Jesús: “Vengan y lo verán” es una provocación a hacer una experiencia de su persona y de entrar de manera definitiva y enérgicamente en su intimidad, en la interioridad del Maestro que vive con el Padre y el Espíritu. Quien permanezca con Él podrá quedarse todo lo que quiera y necesite pues ha llegado al lugar y a la hora donde todo comienza y donde todo termina: en Jesús. Quien haya descubierto en Jesús lo que buscaba, no podrá más que quedarse y recordar de manera única aquella hora que cambió su vida. Y el encuentro se transformará en unión completa de toda nuestra persona a Su Persona: “El que se une al Señor se hace un solo espíritu con él. Por lo tanto, ustedes no se pertenecen, sino que han sido comprados, ¡y a qué precio! Glorifiquen entonces a Dios en sus cuerpos.”

Todo encuentro con esta llamada fundamental a vivir con Jesús, nos hace testigos entusiastas de este encuentro y provoca una cadena de encuentros personales y personalizantes de otros con Él. Así lo que se dio en nosotros se podrá dar en los otros, ya que sin testimonio nos hay fe. Los discípulos nos transformamos en las manos de Jesús, en pequeños instrumentos que Él pondrá en el camino de otros para que se preparen a escuchar la llamada a la fe. Y lo que comenzó en nosotros servirá para los otros.  

lunes, 9 de enero de 2006

HOMILÍA SOLEMNIDAD DEL BAUTISMO DEL SEÑOR CICLO B 2006


Hemos llegado al fin del Tiempo de Navidad. Durante todo este tiempo hemos celebrado la manifestación humana de Dios en Jesús de Nazaret, en el pequeño niño recostado en el pesebre y adorado por María, José, los pastores y los magos de Oriente. Hoy Jesús como adulto, al inicio de su vida pública experimenta una teofanía, una manifestación de Dios, que lo proclama como su Hijo amado ante el pueblo penitente. Es el Bautismo en el Jordán.
Entremos en este misterio a través de los signos o elementos que hoy nos proponen las lecturas de esta fiesta: Agua, Sangre y Espíritu Santo.
La primera imagen que nos ofrece el profeta Isaías es la del Agua que empapa la tierra. ES una imagen muy vital, la lluvia penetrando la tierra. Y al empapar la tierra, la hidrata, la purifica, y le extrae toda su riqueza. Así lo que hay en la tierra puede dar su fruto, puede surgir como vida. Así es devuelto el don que ha recibido a través del agua. Nosotros hemos sido bautizados por el agua, que nos ha purificado del pecado, nuestra tierra reseca ha sido hidratada por el agua de la gracia. Por el bautismo pasamos a ser miembros del Pueblo de la Palabra. Esa Agua es la Palabra de Dios dirigida a nosotros, diciéndonos cuanto nos ama. Dios se dirige a los hombres con un lenguaje humano y penetra los corazones de los creyentes y desde el interior de nuestra conciencia clama darle su fruto a Dios. Dar un fruto a Dios en consonancia con lo que hemos recibido. El profeta Isaías nos aporta un importante concepto de vida espiritual desde una imagen de la naturaleza: “…así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé…” Nada puede dar su fruto en nosotros si no recibe el don. Por eso nuestra vida necesita ser empapada por la Palabra de Dios, por Dios mismo, que penetre nuestra persona y desde allí, desde lo más íntimo de nuestro ser haga surgir el fruto según el don recibido. No por nada Jesús nos dice que un elemento de discernimiento para evaluar nuestras vidas es: “por los frutos los conocerán”. Fruto que entonces merece tener su origen en Dios, por que su amor es tan grande que no puede producir en nosotros que una respuesta inmensa como en Jesús, que “nos amó hasta el extremo”. Jesús hoy, se da a conocer y es confirmado en su identidad, a partir de la experiencia del Padre que abre el cielo y lo penetra con su Palabra diciéndole: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección”.
Jesús está en el centro de todos estos signos y por eso la Sangre. Este Jesús tiene la vocación y la misión de dar la vida. Y da la vida a través de la Sangre. Por eso la segunda experiencia de ser empapados, purificados, hidratados, para que se extraiga la riqueza de nuestra vida, es la de ser empapados por la Sangre de Jesús derramada en la Cruz y que se hace presente en la Eucaristía. Es en la Eucaristía donde recibimos la Sangre de Jesús Vivo. Es en la Sangre donde está la vida. En esa Sangre que empapó la tierra y dio el fruto nuevo de la resurrección, la vida nueva y definitiva. Ya no es el agua es la Sangre de Jesús. Cuando nosotros nos compenetramos con la Eucaristía en la comunión, estamos dejando que Jesús empape nuestra tierra, nuestra persona, con su propia Sangre y que su Sangre corra por nuestras venas y que entonces demos un fruto a la medida de Jesús, en Jesús, vivamos la vida de Jesús, desde Jesús. Esta es una experiencia fundamental para nosotros, de que la Vida de Jesús corra por nuestra vida y nos compenetre en todo por entero. Esta unión de vidas es desde donde se pueden dar frutos extraordinarios. A veces nuestra frustración proviene en ese muro divisorio que ponemos entre Dios y nosotros.
Y lo tercero es dejarnos empapar por el Espíritu Santo. El Espíritu de Dios, no nuestro espíritu. Es Espíritu que proviene del cielo abierto y que desciende a nosotros. Es el cielo abierto y diáfano de Dios, no un cielo cerrado y oprimente. Es un cielo que nos permite respirar y ver lo grande que es la vida. Ese cielo abierto ilumina nuestras vidas y nos hace experimentar que nuestro horizonte es enorme. Lo que Dios le ofrece al hombre es un campo abierto, es una misión que va hacia adelante y que nos ofrece un testimonio y un compromiso magnífico.
Es el Espíritu Santo el que debe empapar nuestras obras, nuestra propia vida debe estar empapada del Espíritu de Dios que nos hace sentir esta maravillosa experiencia de ser amados por Dios. Nadie puede dar fruto si no se siente amado. Y el primer amor que tenemos que experimentar de manera permanente es el amor de Dios. El pone todo en nosotros y nos acompaña. Dios camina con Jesús a través de la vos del Padre y del Espíritu. También nosotros debemos dejarnos acompañar por ese Espíritu. Esta es la novedad de Jesús, que surge de las aguas y es colocado en el centro de la escena humana.
Que importante que nosotros asumamos esta novedad, que comenzó en nuestro bautismo, que es la fuente permanente de nuestra vida. Allí está el Agua que es Palabra, la Sangre que es Vida Nueva y el Espíritu que es don y tarea.
No podemos dejar de recibir la pregunta del profeta Isaías. ¿Por qué gastan dinero en algo que no alimenta y sus ganancias, en algo que no sacia?

La vida que hemos recibido necesita que nos preguntemos en serio que estamos haciendo con nuestra vida, en que estamos poniendo nuestra expectativa real, que es lo que nos cansa y porqué… y así muchas preguntas que necesitan una respuesta de cara a Dios, no de cara en nuestro espejo o en la opinión de los demás. Somos responsables únicos del don recibido y de que no vuelva a Dios estéril.