Homilía 33º domingo durante el año, ciclo C, 14 de noviembre de 2010
Una de las experiencias de la vida más difíciles de afrontar es la de tener que darle a alguien una noticia dolorosa infundiéndole confianza y esperanza.
En general muchos ante esta situación optan por el silencio o la huída. Baste pensar en las situaciones que tenemos que enfrentar frente a una enfermedad grave, la ausencia definitiva de una persona, una ruptura matrimonial, un cambio sustancial en el estilo en vida por una carencia laboral o económica.
Me gusta este Jesús que nos da el verdadero motivo y sentido de un dolor: “dar testimonio de mi”. El dolor, el sufrimiento, esconde un motivo desconocido para nosotros y que nos excede a nosotros: dar a conocer, manifestar el amor a Jesús…
El testimonio no es una de las expresiones que más nos fascinen, pero sin embargo es el más eficaz para comprender la relevancia de algo. Ya que el testimonio se refiere a la propia vida, esto es a las convicciones internas y a su desarrollo en nosotros. Jesús, pone su confianza en que nos volvamos convincentes para los demás, lo cual requiere serlo para mí mismo. Jesús confía solo en el desarrollo de esa convicción de raíz que nos hace exponernos frente a los demás y dar la cara.
Sin ese testimonio de Jesús, nuestro cristianismo se vuelve una religión sin Dios y una religión sin rostro. Sería volver a la religión del ídolo renunciando a la religión de la revelación, de la manifestación, de la iniciativa divina gratuita y amoroso. No podemos renunciar al salto que Jesús pegó, el de una relación con el Padre, con un Padre, que no es un ídolo sino la manifestación viva de la fuente y origen de todo lo que existe y de todo lo que soy.
El testimonio tiene que mantener la vigencia de ser fuente de encuentro de nosotros con la persona viva de Jesús y de la manifestación de esa vida en común para los demás.
Pero esa convicción que requiere el testimonio, no es una convicción que se manifiesta a nivel racional únicamente, es una manifestación del vínculo de amor recíproco que tenemos con Jesús. “… para ustedes, los que temen mi nombre, brillará el sol de justicia que trae la salud en sus rayos.” El amor se vuelve brillo, luz, vínculo, irradiación de sanidad… Porque nos sostiene un amor más grande del que damos testimonio con la propia vida y en todas las dimensiones de la vida, no solo con la palabra
Jesús nos promete que desde los cataclismo cósmicos a los sociales y hasta los familiares, no podrán hacernos ningún daño si son vividos “a causa de mi nombre”, según su expresión. Nuestro sostén, es Él, el vínculo que nos une a Él, la fuerza de esa relación que es capaz de ser más fuerte que todo.
La delicadeza de amor de Jesús llega a lograr que “ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza”. Nada es más importante que nuestro vínculo de amor mutuo con Jesús. Por eso, todo acontecimiento termina siendo una oportunidad para que Él exprese en nosotros que su compromiso es tan radical y absoluto que se ocupará personalmente de nosotros.
Esto se expresa en nosotros a través de la constancia: “Gracias a la constancia salvarán sus vidas”. Ya que la constancia frente a la dificultad es la manifestación concreta de la confianza y la esperanza depositada en la persona de Jesús. El constante permanece serenamente y en tensión anclado a la convicción de que Aquel que lo ama, no lo abandonará ni lo dejará solo, como sus sentidos le hacen experimentar respecto de otros y de las circunstancias adversas. Jesús con su amor hacia nosotros prevalecerá como el amor del Padre prevaleció en Jesús frente a lo más desolador de las experiencias humanas. a fin de cuentas quien es constante ya no se experimenta como solo, sino como amado acompañado, sostenido y fortalecido por la misma palabra, sentimiento, pensamiento, voluntad y fortaleza de Aquel en quien ha depositado su confianza. Tomarse de otros y de otras cosas es abandonar a Dios en su promesa y entonces si, quedarnos radicalmente solos frente a lo peor.
Demos alegremente sea cual sean las circunstancias lo que se nos ha pedido como fruto de toda experiencia adversa: “dar testimonio de mi”, como nos pide Jesús.
P. Sergio Pablo Beliera
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