HOMILÍA 14º DOMINGO DURANTE EL AÑO, CICLO A, 3 DE JULIO DE 2011
En el mundo de “preste atención” uno puede descubrir muchas cosas, cosas interesantes. Entre ellas un potente mineral llamado “que es que” de poderosos efectos en la vida. Una de sus principales propiedades es sacar de la confusión, despeja, aclara.
¿Qué es primero? ¿Dónde esta el inicio? ¿Cuál es el principio? No son preguntas filosóficas, sino que son el aire fresco que nos saca del ambiente viciado de la confusión. Quien logre contestarlas en toda ocasión alcanzará un estado envidiable.
No confundir las causas con los efectos, la semilla con los frutos, de eso se trata. En la vida de los creyentes, eso se traduce en que el que no tiene la causa de todos los bienes no puede pretender tener virtudes. ¿O acaso los hijos engendran a los padres?
Dice hoy Jesús: “Todo me ha sido dado por mi Padre”. Esta es la causa de todo en Él. Jesús vive de esta experiencia cada día, de aquí parte cada vez, este es su principio y de el hace derivar todo. Pregunta inevitable: ¿Es así en mí?
De ahí que nuestro principio y causa de todo en nosotros sea la invitación de Jesús: “Vengan a mí”, porque en Él reside todo lo que el Padre tiene para mostrarnos y decirnos.
Pero este principio y la causa, provoca en Jesús un punto de movimiento de todos los movimientos posteriores: “soy paciente y humilde de corazón”. Estas virtudes son la causa de todas las buenas cosas en Él, el motivo y causa que hace que ir a Él no sea un fracaso, ni una experiencia más.
Por eso, el mismo Jesús ve en nosotros ese mismo principio y causa de todo: “los pequeños”. Esa pequeñez, lejos de ser menoscabo de nuestra integridad, son causa de nuestra plenitud.
La paciencia, humildad y pequeñez, son el valuarte desde donde construimos todo para que nuestra relación sea plena. Sin ellas no puedo avanzar ni pretender ningún efecto o fruto en mí. Ellas son la manifestación de nuestra apertura sin condiciones a Dios y la apertura de Dios sin condiciones a nosotros.
Así la humildad es el principio de reciprocidad mutuo entre Dios y los hombres, la causa de todos nuestros bienes, el principio de un éxito asegurado, de una plenitud al alcance. Ella hace todo suave y liviano, quintando toda pesadez, agobio y aflicción en nuestras vidas. La humildad no es hacernos nada, sino hacernos lo esencial, que lo provoca todo en nosotros y todo lo que provoca es esencialmente bueno y atrae todos los bienes en nosotros.
Y aquí, no debemos olvidar que la humildad, es El Humilde, Jesús, que así ha venido y viene a nosotros: “es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna”. La humildad que no se hace una sola carne con nosotros, no puede encontrar en nosotros una casa que habitar. Ser humilde es muy distinto de parecer humilde, o de tener gestos de humildad desencarnados o aislados. La humildad de Jesús, está fundamentada en ser un hombre todo él habitado y movido por el Espíritu. Así “El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo”. Quién no vaya a Jesús, quien no se haga uno de los suyos por entero, no podrá dejar que fluya su Espíritu y surjan en él sus mismas actitudes.
Es desde aquí desde donde debemos construir todo en nuestro vínculo amoroso con Dios. En nuestros vínculos de amor entre esposos. En nuestros vínculos de amor entre padres e hijos. En nuestros vínculos de amor entre amigos. En nuestros vínculos de amor como Comunidad de Jesús. En nuestro vínculo de amor con los que vivimos en esta ciudad.
P. Sergio Pablo Beliera
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