domingo, 23 de septiembre de 2012

HOMILÍA 25º DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 23 DE SEPTIEMBRE DE 2012


HOMILÍA 25º DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 23 DE SEPTIEMBRE DE 2012
Si hay algo que no ha cambiado desde el principio de la humanidad -tal como la conocemos y experimentamos en nosotros y en los que nos rodean- es que, el modo de vida de unos influye para bien o para mal en los otros, y que cuando no queremos cambiar lo que pretendemos es cambiar al otro, y si esto no es posible, directamente herir o matar al mensajero que nos alza la voz de la novedad, de la grandeza, de la amplitud, de la extensión, que no queremos aceptar o alcanzar. Así se cumplen las palabras de la Sabiduría: Tendamos trampas al justo, porque nos molesta y se opone a nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida”.
Una forma muy generalizada y sutil de rechazo al cambio hacia un bien mayor, que se nos plantea en la vida y a través de la vida de otro, es la discusión de todo, es el imperativo de tener que someter todo a una discusión. El “dialoguemos”, es una forma sutil de caer en la trampa de, “no quiero cambiar”, “no estoy dispuesto a cambiar”… De ahí la pregunta, el cuestionamiento de Santiago: ¿De dónde provienen las luchas y las querellas que hay entre ustedes?” No provienen de buscar un cambio genuino y sincero, no provienen de una buena y sana disposición para dar un paso superador, no provienen de un deseo certero de un bien mayor, sino solo de enredar la cosa para que el bien no llegue a realizarse. Insisto, es sutil, se presenta con la apariencia del bien de comprender, del llegar a un consenso, a un entendimiento.
No por nada los discípulos “temían hacerle preguntas” a Jesús, porque estaban enredados en su ambivalencia de cambiar y no cambiar a la vez. De querer seguir al Maestro pero, de rechazo al contenido de su mensaje. Mientras tanto discutían entre ellos: “Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. Cuando no queremos asumir algo grande y significativo, nada mejor que enredarnos en discusiones y rivalidades, en pretensiones de reconocimiento y aires de grandeza. ¿Se puede temer al Maestro que nos habla con toda claridad? Sin duda que no, pero lo hacemos porque queremos aferrarnos a lo conocido por un lado, porque queremos asegurarnos nuestro destino a nosotros mismos, porque queremos que los demás nos reconozcan un lugar que hemos elegido y no estamos dispuestos a soltar tan fácilmente.
Miremos nuestro micromundo familiar, nuestro micromundo de relaciones de amistad, nuestro micromundo de relaciones de la comunidad cristiana. Y encontraremos fácilmente este tropiezo. No resulta nada increíble e improbable vernos luchar entre nosotros guiados por nuestras pasiones e instintos desordenados. Un sin fin de justificaciones surgen constantemente para darles satisfacción: la necesidad de sentirse amado, la necesidad de realización, la necesidad de libertad, la necesidad de satisfacción, la necesidad de reconocimiento, la necesidad de sentirse que se hace algo importante, la necesidad de demostrar a los demás que podemos, la necesidad… Justamente por presentarse como necesidad imperiosa e insustituible, por prevalecer como autosatisfacción, por requerir ser dada si o si y ahora, es que nos muestran su razón engañosa y falsa. De otra manera negaríamos el principio esencial de la libertad del hombre respecto de las cosas y las personas.
Jesús, a trabajado sobre sí la condición esencial de servidor para lanzarse como novedad sobre el mundo entero. Y nos presenta esta consigna absolutamente cristiana, verdad que corta el dos el mundo de lo humano, para convertirlo en humano-cristiano. Dicho de otro modo, el nuevo hombre se llama ahora cristiano. Y Jesús, lejos de soltarnos nos toma de la mano y nos guía: Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo…” Este detalle de sentarse, manifiesta la decidida actitud de Jesús de involucrarnos en el camino que el mismo ha emprendido y por lo tanto de enseñarnos. Esta caminata de la rivalidad, de la competencia, es transformada por Jesús en un encuentro familiar a su alrededor, para aprender juntos una verdad indeclinable en el camino de ser cristiano. No hay enojo, reproche o acusación, hay enseñanza serena, de padre a hijos, de Hermano mayor a hermano menor, de Hijo a hijos. Jesús, no entra en diálogo con lo que discuten, les enseña el camino, no busca que se pongan de acuerdo, ni gasta inútiles esfuerzos en hacerlos sentirse valorados… No directamente les enseña una verdad que lleva escrita en su corazón y en su historia: “y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos"”.
Jesús es el primero que se hizo el último y el servidor de todos. No nos pide más que una plena y definitiva identificación con Él. No hay dos caminos para caminar con Él, solo uno, y ese es el camino que el mismo camina, el primero que se ha hecho el último y el servidor con su propia vida de todos. Y lejos de cerrar el círculo sobre Él, apuesta a una apertura sin precedentes que abarca desde los más insignificante hasta el mismo Dios, donde no cabe más que una continuidad amorosa: "El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado".

P. Sergio-Pablo Beliera

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