domingo, 17 de febrero de 2013

Homilía I Domingo de Cuaresma, Ciclo C, 17 de febrero de 2012


Homilía I Domingo de Cuaresma, Ciclo C, 17 de febrero de 2012
Quisiera entrar con todos ustedes en este tiempo de Cuaresma, por la puerta de esta Palabra que nos ha sido dada. En ella se refleja el misterio del hombre y su Dios y allí debemos ir de lleno, porque allí debemos permanecer para experimentar la Pascua de Jesús en nosotros y entre nosotros.
Estas palabras recibidas por Moisés, iluminan el inicio del camino que nos es propuesto: “Cuando entres en la tierra que el Señor, tu Dios, te da en herencia, cuando tomes posesión de ella y te establezcas allí, recogerás las primicias de todos los frutos que extraigas de la tierra que te da el Señor, tu Dios… y las llevarás al lugar elegido por el Señor, tu Dios, para constituirlo morada de su Nombre.”
El hombre, nosotros hoy en esta Cuaresma, estamos llamados a entrar en la tierra que el Señor nuestro Dios nos ha dado por herencia; esa tierra somos en primer lugar nosotros mismos. Debemos entrar en la tierra de nuestra humanidad. Entrar en esta tierra es asumir mi condición de creatura de Dios, obra de sus manos, persona a su imagen y semejanza. Soy humano, no soy Dios, ni ángel, no soy animal. Pero más aún, soy la humanidad asumida en su carne por Jesús y, en la que Él entró en su Encarnación para hacerla suya definitivamente.
Nuestra condición humana es una herencia que he recibido. No puedo atribuírmela a mí mismo, sino que me ha sido dada. Yo soy una creatura de Dios, que ha recibido de sus manos la rica herencia de una humanidad. La vida humana es un don recibido como herencia que deberé entregar como tal al final de la vida. No puedo mal gastarla, no puedo no usarla, no puedo no multiplicarla. Es la humanidad que el Señor Jesús tomó como herencia preciosa para liberarla de las ataduras del mal que quiere tomar lo que no es suyo, somos de Jesús que paga por su herencia el precio de su obediencia amorosa al Padre y de su sangre derramada.
Lo recibido requiere de cada uno de nosotros una tarea de dos movimientos: tomar posesión de mi humanidad y establecerme en ella habitándola por completo. Tomar posesión, esto es: de nuestro espíritu, de nuestro cuerpo, de nuestra mente, de nuestra voluntad, de nuestra libertad. El que toma posesión hace el uso adecuado y debido de su humanidad, que necesitamos este gobernada desde lo profundo según el orden de Dios. Jesús en el desierto, toma posesión de las condiciones frágiles de su humanidad y se adentra en ella rehaciendo la comunión de nuestra humanidad con la humanidad creada por su Padre.
Y en segundo lugar, habitar esa humanidad, estos es: vivir esa humanidad, desplegarla en toda sus condiciones. La humanidad que hemos recibido es una tierra fértil que busca ser habitada, embellecida. Habitar es hacer uso de todo lo que existe en nosotros. Habita quien entra y sale de su casa con el gozo de que sea su casa. No lamentarnos de nuestra humanidad. No dejar de habitar todos los espacios de mi espíritu, todos los espacios de mi cuerpo, todos los espacios de mi mente, todos los espacios de mi voluntad, de mi libertad, para vivir según lo que la humanidad que he recibido es. Como Jesús que habita su humanidad y no permite entrar en ella más que la voz del Padre y la fuerza del Espíritu. Confía en la humanidad que le ha sido dada, mas allá de su debilidad, porque se sabe todo creatura amada y bien hecha por el Padre.
Esto es lo que vemos en Jesús, ha entrado en su tierra, ha recibido su herencia en las aguas del bautismo en el Jordán: “Y mientras estaba orando, se abrió el cielo. Y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección». Y en el desierto toma posesión de su tierra y la habita: “Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó de las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días.”
Este itinerario de vida, nos abre desde aquí, a la experiencia de poner los frutos recogidos en las manos de Dios y darle gracias, permitiéndole que Él sea el Señor de toda nuestra vida, haciendo de nuestra humanidad recibida de sus manos, su Morada. Es un momento de gran belleza. Es una experiencia que sostiene todas nuestras experiencias. Jesús es el fruto de la humanidad liberada de las ataduras del pecado, porque confía plenamente en la voz de su Padre Creador y no sede a ningún impostor que quiera ordenarle que hacer con su preciosa vida.
Como Jesús, experimentamos que esta humanidad sin su Dios no tiene sentido. Como Jesús hacemos la experiencia que nada ni nadie puede ocupar el lugar de la experiencia de Dios, de habitar con Él.
Como Jesús, necesitamos hacer la experiencia que elegir a Dios es el mejor descenlace para nuestra humanidad. Esto es hacer Memoria de Dios, de su paso por nuestra existencia, que no hemos estado solos en esta tierra, en esta experiencia de vivir la vida “en Dios”, “para Dios”, porque la vivimos “con Dios”. Dios es nuestro Amigo, nuestro Padre, Creador, y Compañero de las experiencias gozosas y dolorosas de la vida.
Así, podremos hacer nuestras estas palabras, que hacen Memoria de la experiencia fundamental de Dios en toda existencia humana: "Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y se refugió allí… nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura servidumbre. Entonces pedimos auxilio al Señor, el Dios de nuestros padres, y él escuchó nuestra voz. Él vio nuestra miseria, nuestro cansancio y nuestra opresión, y nos hizo salir... con el poder de su mano y la fuerza de su brazo... Él nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra... Por eso ofrezco ahora las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor, me diste".
Esta es la experiencia que corona nuestra existencia: entregar nuestras vidas a otra experiencia es dejar nuestra tierra deshabitada, sin espíritu y cuerpo, sin mente y voluntad, sin libertad. Yo soy el suelo que Dios me dio y, en ese mismo suelo quiero hacer la experiencia de vivir de toda Palabra que sale de Dios como alimento, de postrarme cada día solo ante Él y de seguir solo su voluntad.
Debemos ser cada uno de nosotros una humanidad que hace la experiencia de un Dios que nos libera del mal y, nos da la libertad de amarlo y de amar a nuestros hermanos. No somos el pueblo de la moral, sino el pueblo de la gracia, de la amistad constante con Dios, a través de la victoria de Jesús de mantener su condición de Hijo y su amistad de conocerse mutuamente, por sobre cualquier otro bien.
No traemos la buena nueva de una moral que quita los males de este mundo, sino la buena nueva de una amistad con Dios, que se hace la fuente del amor en mi corazón y en toda mi existencia y, que rompe toda barrera y así, el mal no puede ya anidar en nosotros. Arraigados en Dios aprendemos a ser humanos que pueden ser libres de amar y hacer el bien que Dios hace.
Jesús vence la gran tentación de sustituir al Dios vivo, quedándose con la herencia y siendo autónomo como negación de su esencial vinculación al Padre, Hijo y Mesías Salvador en una humanidad.
Este es el camino de todos nuestros bienes. Este es el sendero de la vida. Este es el lugar del hombre y de Dios. De una humanidad con Dios y de un Dios con humanidad.

P. Sergio-Pablo Beliera

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