Homilía 4º Domingo de Cuaresma, Ciclo C, 10 de
marzo de 2013
Dos fiestas en la tierra ponen de manifiesto la gran fiesta del Cielo.
Sí, el Cielo tiene sus fiestas en la tierra, de la cual la Pascua de Jesús,
hacia la que nos encaminamos, es la madre, cumbre y fuente de todas ellas.
Esas fiestas del Cielo que dimanan de la Pascua de Jesús, son la
fiesta del Perdón y la fiesta de la Eucaristía. Ambas fiestas están íntimamente
relacionadas en la tierra y son celebradas una como antesala de la otra (la
Reconciliación) y la otra como plenitud de la otra (la Eucaristía).
La fiesta del Perdón y la fiesta de la Eucaristía cantan la
experiencia del salmista: “¡Gusten y vean que bueno es el Señor!”
Sí, el Padre ha sido bueno al repartirnos la herencia de la vida, al esperarnos
después de una mala experiencia de nosotros mismos en el uso de nuestra vida,
el abrazarnos, besarnos y estrecharnos contra su pecho, y en perdonarnos
preparando una gran fiesta para celebrar que nos ha recobrado de la muerte y
del pecado. En la fiesta del Perdón y de la Eucaristía podemos gustar y ver la
Bondad del Señor, Padre de la Misericordia y Dios de todo consuelo. Entremos a
la fiesta y celebremos con el Padre.
Miremos con atención entonces las palabras de Jesús que develan como
se llega a estas fiestas. En la experiencia del hijo menor, hay un anhelo del
pan de la mesa de su padre: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan
en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!'. Ese anhelo es
colmado por una gran fiesta que el padre ofrece cuando el hijo vuelve a casa: “'Traigan
enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias
en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos,
porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue
encontrado'. Y comenzó la fiesta.” Este anhelo del pan acompaña la
reflexión del hijo sobre su propia vida: “Él hubiera deseado calmar su hambre con las
bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó…”
Este anhelo permanece aún hoy en la celebración de la Eucaristía, donde se
conserva la experiencia de la necesidad del perdón y de la necesidad del pan. Es
el hambre de la conciencia del hijo (nosotros), de vivir de acuerdo con el
Padre, y del anhelo del hijo (nosotros), de comer el Pan que se sirve en la
Casa del Padre.
Esta experiencia del hijo menor, refleja la experiencia primigenia
de todo hombre, de ser saciados por el pan del perdón del Padre, y el pan del
sustento del espíritu que nos da el Padre. Los hombre tenemos hambre de
reconciliación, hambre de perdón, hambre de la ausencia del odio, hambre de que
todos sean mis hermanos y mis amigos y no haya enemigos entre nosotros. Los
hombres tenemos hambre del Pan de Vida, hambre de Comunión, hambre del Pan que provee
el Padre, es el hambre del Pan que no viene de nuestro sudor sino del sudor del
Hijo Amado Jesús, que lo consigue entregándose por nosotros al amor hasta el
extremo desde la Encarnación hasta la Pasión y Muerte en Cruz. Él es que lleno
de plenitud es sacrificado para la gran fiesta de la Comunión con el Padre, con
su obra en nosotros, con nuestra pertenencia a su familia.
De hecho, en nuestra vida cotidiana, sentarse a la mesa sin
reconciliación hace imposible comer en paz. ¿A
quién no le cae mal la comida de una mesa llena de tensión, de rencores,
reproches y odios? Una mesa con discusión, no es una mesa para el hombre,
porque no es la Mesa del Padre que quiere que todos sus hijos vivan
reconciliados entre sí, para comer el pan conseguido con la responsabilidad y
el compromiso con la vida, la vocación y la misión que se nos ha confiado y que
hemos elegido, y que refleja la llamada de alcanzar por todos los medios la
santidad del Padre.
Esta unidad y correspondencia presentada por Jesús entre el Perdón y
el Pan, entre la Reconciliación y la Eucaristía, permanece en el sacramento de
la Reconciliación y la Eucaristía. Y la Eucaristía misma la contiene en sí
misma, antes de la Mesa del Pan, pedimos el Perdón; por la Mesa del Pan
recibimos el Cuerpo y la Sangre de la Reconciliación que nos hace entrar en la
Mesa de la Comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Porque: “El
que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser
nuevo se ha hecho presente.”
Pero no debemos olvida que, por la Mesa de la Palabra son
purificados nuestros oídos y nuestra conciencia para recapacitar y volver a la
vocación de hijo del Padre, para pensar en el Padre y desear volver a él una y
otra vez para gozar de los frutos de su Mesa. La Mesa de la Palabra, en la que
el Padre nos dice: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.”;
porque todo lo que es del Padre nos es revelado por el Hijo en su Palabra y a
través de ella recobramos cada vez que la leeos, la escuchamos, y la meditamos
la condición de hijo recobrados y vueltos a la Vida en la vida.
O si queremos también estas otras palabras: “Traigan enseguida la mejor ropa
y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.”;
porque es la Palabra del Padre, la que nos lava de nuestro pecado de rebeldía,
de autonomía y libertad mal entendida y mal vivida permaneciendo en la
Paciencia, en la Espera y en la Acogida.
La Palabra, que es la “mejor ropa”, que nos viste de
nuestra desnudes y despojo experimentada en una vida sin sentido, por la ropa
de una vida con sentido en la Casa del Padre, porque es la ropa de nuestra
dignidad de hijos amados misericordiosamente por el Padre. Por su Palabra el
Padre dice y se hace, “vístanlo”, y somos vestidos por una
conciencia pura y sin duda, ni desconfianza.
Es por la Palabra del Padre, que se nos coloca “un anillo en el dedo”,
porque recobramos el poder de ser hijos y la belleza de ser investidos con el
poder de la Misericordia como nosotros hemos recibido Misericordia. Por la
Palabra del Padre, es que se nos colocan “sandalias en los pies”, para que
nuestro pies, que están en contacto con el suelo de la humildad, sean calzados
con la alegría de la protección del Padre, que nos invita a permanecer como
peregrinos de su Misericordia y comunicadores por todos los rincones de la
tierra de semejante obra. Porque: “…todo esto procede de Dios, que nos
reconcilió con él por intermedio de Cristo y nos confió el ministerio de la
reconciliación. Porque es Dios el que estaba en Cristo, reconciliando al mundo
consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres, y confiándonos la
palabra de la reconciliación. Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo,
y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro.”
¿Cómo lo estoy viviendo yo
hoy? ¿Corresponde mi vida a esta experiencia sacramental? ¿Qué camino debería
recorrer para asumirlo más plenamente? Estas y otras tantas preguntas
podemos hacernos hoy para recapacitar como hijos de la miseria y volver a ser
hijos de la abundancia que se alimentan de la voluntad amorosa del Padre.
P. Sergio-Pablo Beliera
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