viernes, 29 de marzo de 2013

Homilía Viernes Santo, Ciclo C, 29 de marzo de 2013


La Cruz que adoramos no es más que la puerta a la adoración del Crucificado. Este Crucificado es Jesús de Nazaret, hijo de José y de María, engendrado por el Espíritu Santo en el seno de María. Hijo Amado de Dios, hecho Dios con nosotros, Salvación para todos. Maestro de Palestina, se hizo Siervo por voluntad propia, habiéndolo escuchado en el Corazón del Padre.
El Crucificado es nuestro Señor, no otro. No tenemos un Dios incapaz de comprender nuestro sufrimiento. El lo conoce en carne propia, porque ha ofrecido su cuerpo y su alma a los peores ultrajes.
Pero lejos de poner su atención el Él, lo particular del Crucificado es que nos hace mirar a otros:
Al Padre a quien clama con gritos y a quien encomienda su espíritu, como expresión de suprema caridad de hijo, y de confianza en la voluntad del Padre y en su respuesta.
Y además a los que están crucificados como Él y como Él. Su sufrimiento es objeto de su atención, de su preocupación de pastor que no pierde el oído en la voz de sus ovejas, ni la mirada puesta en recoger a su oveja perdida.
He aquí la novedad más absoluta de morir como Cordero de Dios, -Víctima Inmolada para cambiar el odio por la caridad-, mirando hoy al Padre y a los crucificados.
Quitemos toda mirada puesta sobre nosotros mismos y posemos la mirada en la dirección del Crucificado Cordero de Dios, Amigo de los hombres.
He aquí lo que hoy significa para nosotros estar crucificados con Él, porque si no compartimos su condición de crucificados y la de nuestros hermanos, no podemos gozar de su Resurrección.

P. Sergio-Pablo Beliera

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