Cuando comienzo a escribir esta homilía, el sol
se desvanece sobre el horizonte de la tierra que lo esconderá de nuestros ojos
hasta mañana, para que ese mismo sol se levante erguido sobre el cielo. Siempre
un principio, siempre un fin, y así una y otra vez. El hombre no puede retener
el sol sobre lo alto, así como la tierra lo puede esconderlo cada día. No somos
dueños del sol, de la tierra, de sus bellos ciclos, ni del agua, ni de los
árboles, ni… de nosotros mismos…
Cada uno de nosotros lleva impreso en lo más
profundo de su ser, de su existencia a largo plazo y de su existencia cotidiana,
un sello imborrable que nos hacer ser lo que somos tanto si nos damos cuenta de
ello, como si no somos conscientes de ello. Esa marca, ese sello, esa impronta
profunda e imborrable es que somos algo más de lo que comprendemos y podemos
abarcar, como la tierra al sol. Así lo expresa Pablo: “…a los que Dios conoció de
antemano, los predestinó a reproducir la
imagen de su Hijo, para que él fuera el Primogénito entre muchos
hermanos…”
Sí, eso somos, una existencia llamada a
reproducir la imagen de Jesús, el Hijo Amado del Padre, que es el Primero entre
muchos hermanos, que el mismo Padre le ha concedido, y de los cuales nosotros
somos uno de ellos.
¿Hasta
dónde somos conscientes de esto?
¿No
deberíamos prestarle más y mejor atención?
Somos una realidad mayor y más profunda que la
que nuestra psiquis y la mirada de los demás puede develarnos, porque sólo se
descubre en las alturas del corazón de Dios y en las profundidades de sus
designios.
Todo ello está escondido para ser descubierto,
Todo ello está disponible de ser descubierto,
Todo ello está para ser recogido…
No lo dejemos de buscar, de encontrar, de
recoger y asimilarnos como el aire y el agua se asimilan en nuestro cuerpo, que
así la Imagen de Jesús, sea buscada, encontrada y recogida cada día por
nosotros y asimilada hasta hacernos uno con Él.
Darse cuenta de esto, es “el discernimiento necesario para
juzgar con rectitud”, que nos es concedido para que adquiramos “un
corazón sabio y prudente”, que deje de buscar cuando ha sido
encontrado, que deje de comprar cuando ya lo posee todo, que deje de echar las
redes cuando ya ha pescado lo mejor, lo único, lo incalculable.
Me imagino que la experiencia cotidiana en las
ciudades, repetida una y otra vez, de no ver salir el sol, ni verlo ponerse
sobre el horizonte, nos sustrae a la educación de nuestra conciencia de que nosotros
no somos ni el principio ni el final de nada, que las cosas no comienzan cuando
nosotros nos levantamos y terminan cuando nos acostamos, sino que hay una vida
profunda y radical que subsiste en nosotros y que reclama ser encontrada,
adquirida y desarrollada para no vivir como inesperados exitosos o eternos
frustrados.
Si nuestra consciencia sigue obnubilada,
adormecida o distraída, no podremos descubrir la belleza, la bondad y la fuerza
de esta imagen de Jesús que estamos llamados a vivir, a dejar crecer en
nosotros y alcanzar su madurez, y por lo tanto, correremos carreras inútiles o
frustrantes que no conducen a nada. Habremos perdido el discernimiento de
quienes somos en realidad y en que debemos invertir nuestro tiempo y nuestro
espacio, y el de los demás.
El tesoro escondido no se resiste a ser
descubierto, descubrámoslo.
La perla fina no se resiste a ser comprada,
comprémosla.
La red esta echada al mar y dispuesta a recoger
toda clase de peces, dejémonos recoger.
Y ya no seamos insensato queriendo ser otra
cosa de lo que somos y de la que no podemos escapar porque eso implicaría una
tristeza inmensa para nosotros y la humanidad.
¿“Sabemos, además, que Dios
dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman”?
¿Lo
sabemos de verdad por la propia experiencia?
¿Vivimos
en paz por ello?
Sí, “…sabemos, además, que Dios dispone todas las
cosas para el bien de los que lo aman… porque Él nos
predestinó a reproducir la imagen de su
Hijo, para que él fuera el Primogénito entre muchos hermanos…”
P. Sergio-Pablo Beliera
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