En tiempos de resurgimientos de nacionalismos
malsanos, podemos llegar a olvidar nuestra vocación universal.
O dicho de otra manera, el único motivo de
marcar las diferencias es que estas enriquezcan la unidad que conformamos como
humanidad frente a la mirada y el corazón de Dios.
Etnias, culturas, nacionalidades, subculturas
urbanas o tribus urbanas, de aquí o de allí, y muchas otras diferencias
marcadas, están explícitamente llamadas a encontrarse en la universalidad del
ser humanos e hijos de Dios en este tiempo para serlo para siempre.
Conmueve la decisión de Dios de ampliar los
horizontes, de abrir las puertas, de ensanchar las relaciones: “Y a
los hijos de una tierra extranjera que se han unido al Señor para servirlo,
para amar el nombre del Señor y para ser sus servidores… yo los conduciré hasta
mi santa Montaña y los colmaré de alegría en mi Casa de oración… porque mi Casa
será llamada Casa de oración para todos los pueblos.”
Conmueve la conciencia de la cananea que con
las migajas que caen de la mesa de la Alianza de amor de Dios con el pueblo de
Israel, ella y los suyos pueden saciarse infinitamente: “"¡Y sin embargo, Señor, los
cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!". Entonces
Jesús le dijo: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu
deseo!".”
La decisión de Dios de incluir a todos y la
decisión de la mujer que con poco puede recibir mucho, es un desafío
conmovedor. Un potente cuestionamiento que nos lanza a una generosidad que
desborda nuestros límites humanos de concebir a Dios y nuestras relaciones con
Él y de concebir la riqueza que puede irradiar las relaciones bien vividas con
Dios y entre nosotros los humanos.
No es tanto lo que la humanidad necesita para
sentirse feliz, plena, alegre. Basta con que lo que nos ha sido dado comience a
circular sin condicionamientos históricos o ideológicos. A fin de cuenta un
pobre es un pobre en cualquier parte de la Tierra, un enfermo es un enfermo en
cualquier localidad del mundo, una persona necesitada de misericordia y perdón
lo es esté donde esté y sea quien sea.
¿Porqué
habríamos de negárselo?
¿Porqué
habríamos de ponerle límites a la generosidad, a la oportunidad, a la vida?
¿Es
que no nos conmueve la súplica insistente de tantos que alzan su voz
suplicando: “Pero
la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: "¡Señor, socórreme!".”?
Unos rogamos como la cananea: “Pero
la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: "¡Señor, socórreme!".”
Para ser escuchados en nuestras miserias y angustias más profundas porque sólo
no podemos. Otros rogamos como la cananea: “Pero la mujer fue a postrarse ante él y le
dijo: "¡Señor, socórreme!".”, para no ser sordos a la
necesidades de nuestros hermanos y participar de la abundante generosidad de
Dios.
Porque así como en el Padre nuestro rogamos al
Padre que se haga su voluntad en la tierra como se hace en el cielo; hoy Jesús
dice a la cananea que Dios está dispuesto a hacer la voluntad del hombre cuando
su fe es grande manifestada en una súplica humilde, insistente, conciente de
las posibilidades de quien da y de lo que un poco de lo que Él da puede
producir, que se anima a responder a Dios desde su necesidad y a aceptar su
generosidad.
El buen amor hacia lo que es un bien nuestra
vida, debe traducirse en una oración clara, que se pone a los pies de Dios
hambriento de lo que pueda darnos saliendo de su mesa, y que se hace constante,
que no teme, que confía a pesar de su situación desventajosa.
Que nos animemos a saciarnos de la mesa
abundante de la Palabra y de la Eucaristía para abrirnos a todos con
generosidad y soltura, sin ataduras al estilo de Jesús que no teme consentir la
voluntad del hombre cuando esta es tan generosa como la suya. “Entonces
Jesús le dijo: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu
deseo!".”
P.
Sergio-Pablo Beliera
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