“…no
hagan frente al que les hace mal…”
Estas
palabras de Jesús, dichas en el contexto actual de violencia generalizada, son
de una resonancia sin par. Son palabras para el hoy que urgen.
El
mundo, aún el mundo de las religiones, tiene mucho que hacer para asumir y
aproximarse a el odio y la enemistad derrotadas por el amor y la oración, por
cada uno y por todos los que nos hacen mal.
Para
Jesús no es una propuesta idealista, es el mismo quien al mal de los hombres no
le hará frente. Todo lo contrario, está dispuesto a morir por el mal que los
hombres somos capaces de concebir y engendrar.
No
nos ha enfrentado con su Justicia, no nos ha enfrentado con su Poder, sino con
su Amor y su Misericordia en el sacrificio de la Cruz.
Jesús
quiere que sus discípulos unidos e identificados con su persona, renuncien al
principio de la autodefensa.
Y
porque nos es teórico, propone ámbitos concretos de renuncia a la autodefensa:
Renuncia a la autodefensa física.
Renuncia a la autodefensa jurídica.
Renuncia a la autodefensa de los bienes
materiales.
Renuncia a la autodefensa en el trabajo.
Renuncia a la autodefensa de que dar y no dar.
Todas
ellas son justificadas artificiosa y abundantemente en la sociedad. Desde
chicos enseñamos y recibimos la enseñanza de consagrarnos al egoísmo, al
primero yo, primero lo mío, a la competencia, a la generosidad dosificada. Aún
hoy enseñamos a los niños a pegar, a no prestar, a defender su derecho a ser
egoísta.
No
resistimos al mal, porque nuestra esencia en el Bien.
No
resistimos al mal, porque nuestra esencia es ser Hermano.
No
resistimos al mal, porque nada de lo que nos es quitado hace a nuestra
plenitud.
Por
eso nos preguntamos: ¿Dónde y porque nos
resistimos al mal? ¿En que circunstancias me aferro a la autodefensa?
Pero
la propuesta que Jesús vive en su propia carne, va por más: “…Amen
a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores…” Si, Jesús amó a sus
enemigos: fariseos, escribas, sumos sacerdotes, soldados, incluso a Judas, Herodes
y Pilatos. Y amándolos les quitó el poder de hacerse su enemigo, un peligro
para ellos, y aún así se desnudo la miseria de sus corazones. Entonces Jesús
ruega por ellos, ruega con firmeza y decisión: “Padre, perdónalos, no saben lo
que hacen”. Así Jesús nos ofrece la oración que sus discípulos debemos
abrazar para que nuestra humanidad acepte el amor a costa de todo, el amor
hasta el extremo.
¿Hacemos esta oración desde las
entrañas cuando sobreviene el mal que me inflige aquel que me odia, me desea y
hace el mal, se me opone injustamente?
La
gran motivación vuelve a aparecer, el meollo de la cuestión, la médula de la
llamada: “así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir
el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.”
¿Me alcanza este motivo?
Hay
un Padre, que defiende mi causa.
Hay
un Padre que me ama.
Hay
un Padre que es mi Bien supremo, todo Bien, Bien sobre todo Bien.
Por
lo tanto:
Soy
un hijo que puede descansar en los brazos de su Padre extendidos desde el
principio de la Creación hasta el Juicio final.
Soy
un hijo amado en las circunstancias mas adversas y paradójicas de la vida, y
cuyo amor puede bastarme para siempre y siempre.
Soy
un hijo a imagen y semejanza de la Bondad del Padre, bien hecho y hecho para el
Bien.
Si renuncio al Padre, mi insatisfacción esencial me
llevará a ser violento, despiadado.
Si renuncio al Padre, ya no soy hijo, ya no hay hermanos,
todos son enemigos, aún los amigos, estoy solo en la existencia, arrojado a
ella sin piedad, sin compasión, sin misericordia, o sea, el fin.
Para
resumir este camino que nos propone, Jesús nos dice: “sean perfectos como es perfecto
el Padre que está en el cielo.”
¿Qué es esa perfección?
No
es la perfección que perseguimos y nos ahoga, nos asfixia, nos deprime, nos
descorazona, nos desesperanza, nos abate, hasta ponernos en el filo del abismo
de renunciar, de claudicar, de huir, de esconderme, de fugarme.
No,
“sean
perfectos como es perfecto el Padre”, es otra cosa muy distinta. Es la
llamada a la perseverancia hasta alcanzar la meta del Padre. Es la
perseverancia a pesar de mí mismo, en el camino espiritual de volver y hacer
progresar en mi, la bondad esencial que el pecado no puede destruir.
Es
nuestra vocación de hacernos tan íntimos del Padre, que nos hacemos como el
Padre, tenemos sus rasgos, sus modos, su estilo, su ser y su hacer, porque lo
dejamos ser nuestro todo en nuestra frágil nada, pero que para el Padre es
motivo de darnos al Hijo, de entregar al Hijo, para que seamos como Él que es
como el Padre.
El
“sean
perfectos como es perfecto el Padre”, es el compromiso de Jesús de
ayudarnos a progresar incesantemente por el camino del Evangelio. Al elegir un
medio perfecto, como es el Evangelio del Padre, me pongo en relación directa
con la meta existencial suprema: ser como el Padre, como lo es Jesús, el Hijo
amado, Cristo pobre y crucificado.
Así
vivimos en una tensión libre y espontánea, gozosa y duradera, hacia la
perfección del Padre. Todo hijo quiere identificarse con su padre, más aún
cuando ese hijo es hijo del Padre Dios, el deseo y necesidad de identificación
es aún mayor, y lejos de ser una carga es un gozo indescriptible.
Estamos
llamados a hacer el bien a todos, pero no ha hacerlo todo bien.
El que
hace el bien a todos vive en tensión gozosa entre el amor del Padre y la
necesidad de su hermano, eso lo ocupa todo y da paz, porque la semejanza da
paz.
El que se
ocupa de hacerlo todo bien en todo y siempre, vive en tensión consigo mismo en
cuatro polos: su mentalidad, su voluntad, su instinto y su alma, así termina
descuartizado, hay guerra en su interior y por lo tanto odio y enemistad, todo
se le vuelve intolerable y se hace intolerante.
El camino
cristiano, nos ubica en nuestro lugar, al invitarnos a sacar del interior el
amor de hermanos con todos. Así somos semejantes y perfectos como el Padre. No
se nos manda hacernos amigos, sino hacernos hermanos porque lo somos en el
Padre. La amistad necesita de la afectividad, la hermandad necesita de la
paternidad de Dios, es bien diferente.
La
perfección de nosotros mismos y de los demás, como exigencia y condición han
sido derogadas.
Esta
perfección o semejanza cristiana como el Padre, es un ponerse en camino
siguiendo a Jesús manso y humilde de corazón, pobre y crucificado, que hace el
camino y nos allana el sendero y por eso es el Camino que nos conduce a ser
como el Padre porque allí lo esta todo.
Y quien se
pone en camino, persevera en el por la atracción de la meta, volver a
encontrarse con el Padre que sale a buscarnos por el jardín para estar con
nosotros.
Jesús,
concédenos en el momento apremiante de nuestra cruz, gritar al Padre contigo: “Padre
en tus manos encomiendo mi espíritu.”
Padre,
recibe nuestro abandono en ti en los momentos de amar hasta el extremo.
Pbro. Sergio-Pablo Beliera
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