“Jesús tomó a Pedro,
a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado.”
Frente al
dolor, frente al sufrimiento, el hombre queda absorto. Y en ese asombro
incomprensible del sufrimiento humano el hombre tiende a resistirse y grita y
correr como sí pudiéramos huir de el; o por otra parte absorber en él ese
sufrimiento y hacerse uno con el hasta hacerse todo sufrimiento y quedarse en
el barro del mal.
Jesús, el
rostro viviente de todos los hombres y a la vez la Gloria del Padre y la
impronta de su ser, ni resiste al mal ni se absorbe en el sufrimiento, sino que
vive la metamorfosis del sufrimiento, del mal, en la Luz de la Resurrección,
del ser verdadero del hombre como Gloria del Padre que traspasa la Cruz.
Por tres
veces la tierra arde de luz por Jesús, en su Nacimiento la tierra se inundo de
su luz y fue aclamada de la Gloria de Dios; en su Metamorfosis la montaña
recibió los destellos de la Luz que emanaba del cuerpo de Jesús, tabernáculo
del Hijo Amado, resplandor de la Gloria del Padre; y en su Resurrección que
inunda la tierra con la novedad de la Luz de la Pascua de la muerte a la Vida,
obra de la Gloria del Padre.
Todas
nuestras oscuridades han sido iluminadas y recobramos la esperanza, porque hemos
sido engendrados por Dios y para Dios vivimos, hemos sido reconfortados por su metamorfosis
antes de la muerte ignominiosa, y hemos resucitado con Él de la muerte y del
pecado.
“Jesús tomó a Pedro,
a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado.”
Jesús, toma
este tipo de decisiones en momentos claves de su vida. Algo importante está por
suceder, y se lleva a estos tres testigos siempre. Los lleva con él y los hace
subir a monte alto. Si lo que ha de suceder en este monte elevado es importante
no lo es sólo para Jesús, sino también para estos testigos.
¿Podría ser de otra manera? ¿Podría ser que algo
que es significativo para la vida de Jesús no lo fuera para sus discípulos, o
podría ser que algo significativo para sus discípulos no lo fuera para él
mismo?
Hay una
correspondencia entre las experiencias de Jesús y las de sus discípulos. Pero
cuando Jesús se lleva a sus tres testigos, lo que ha de suceder tiene una
importancia capital no sólo para Él y sus discípulos contemporáneos, sino para
nosotros sus discípulos que dependemos del testimonio de sus testigos elegidos
para ser nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra conciencia.
A la vez este
ascenso a lo alto es una purificación de la mirada de los testigos. Un
verdadero ascenso interior para recibir un anuncio, para ser testigo de un
misterio que contemplado debe transformar su percepción interior de una verdad
tan superior como la de encontrarse caminando con Dios en la humanidad
cotidiana de Jesús, y la de una Resurrección que transformará no sólo el frágil
cuerpo de Jesús que verán traspasado, sino también el propio y el de los
futuros creyentes.
“Allí se transfiguró
en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se
volvieron blancas como la luz.”
Hoy, al
recibir este evangelio de la metamorfosis de Jesús, estamos llamados a entrar
en una tierra desconocida para que la habitemos y seamos la continuidad y el
principio de una nueva generación de testigos y discípulos benditos (cf. Gn 12, 1-4ª).
Esta
transfiguración es una transformación, una metamorfosis en su persona. Jesús se
transforma a sí mismo, o sea, esta transformación no proviene de una acción
externa a Jesús. Él se metamorfosea dejando expresarse en toda su persona a la
divinidad que oculta su humanidad.
La
transfiguración de Jesús está íntimamente conectada con la Encarnación del Hijo
Eterno de Dios y su Nacimiento a quien llamamos Jesús, y con la Resurrección
del cuerpo de ese Jesús que vuelve a su estado de Gloria visible. Y a la vez se
haya a mitad de camino para preparar y disponer nuestra fe de manera íntegra y
plena.
Jesús muestra
esa condición única, que lo distingue de todos y de todo. No es como en Moisés
donde su rostro queda iluminado por la Luz que irradia el Rostro de Dios. No es
como la presencia de Dios que ve y escucha Elías pasar delante de él.
Aquí el cambio
sucede en la persona toda de Jesús y su rostro resplandece como el sol, porque
la Luz proviene de sí mismo. No el reflejo como la luna, sino la irradiación
misma como el sol. Y sus vestiduras se vuelven transparentes a la Luz que hay
en Él, esa es la blancura aludida.
Jesús que
hasta ahora ha cuidado ser reconocido en su humanidad, pasa del anuncio de la
resurrección incomprensible e inimaginable para los discípulos al acto de dejar
que su carne resplandezca la Luz de la Vida que proviene de su ser divino.
Para nosotros
esta transformación es fundamental para la integridad y la pureza de nuestra
fe. Ya que es humanamente asequible la humanidad de Jesús, y de hecho tendemos
a reducirlo a su pura humanidad, y su ser Dios, queda relegado a un segundo
plano. Pero la fuerza y la gracia de la humanidad de Jesús viene justamente
porque el que la porta es Dios, es la Luz, es la Vida misma. En Jesús hay una
renuncia voluntaria a mostrar su divinidad, porque ha renunciado a ella para
hacer con nosotros y por nosotros la experiencia de ser enteramente hombre.
Pero no cambiaría nada si ese que renuncia no fuera Dios mismo.
Todas las
búsquedas del hombre en la belleza del cuerpo humano quedan enaltecidas y
alcanzan su verdadera respuesta en la belleza del cuerpo transfigurado de Jesús,
belleza que ni la crueldad ni la muerte podrán destruir en Él y por lo tanto sí
creemos en Él, tampoco en nosotros.
La humanidad
contemporánea necesita reencontrase con este Jesús transfigurado en su
divinidad, no como algo prestado o añadido, sino como algo propio de Él.
“De pronto se les
aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.”
Si Moisés y
Elías son los hombres de Dios, que contemplaron y hablaron con Dios, son ellos
quienes mejor pueden dar testimonio que nos encontramos ante la mismísima
presencia de Dios.
Y es un gran
consuelo para ellos, Moisés y Elías, ver que lo que comenzó con ellos llega en
Jesús a su plenitud, ya que Él es la plenitud misma al ser Dios-con-nosotros. Y
así como trataron con Dios en la tierra, ahora tratan con Dios en Jesús después
de muertos, como testimonio que Dios no quiere la muerte sino la vida y nos ha
destinado a la resurrección, de la que ellos serán de los primeros en
beneficiarse.
“Pedro dijo a Jesús:
“Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas,
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.”
Esta
experiencia de contemplación del cielo en la tierra, de la presencia de Dios en
la persona de Jesús, esta experiencia de Luz radiante y de conversación divina
con los dos grandes profetas –que vuelven a poner en el centro el tema de la
Palabra y las Escrituras-, lo hace aspirar a Pedro a permanecer en esta
experiencia. ¡Quién no quisiera lo mismo!
La
contemplación de Jesús transformado en su humanidad en su divinidad, dejando
traslucir e irradiar esa divinidad a partir de su humanidad, es una experiencia
mística que deseamos retener, guardar y quedarnos en ella. Es un gran consuelo
para nosotros. ¡Cómo no pedirlo o no desearlo!
“Todavía estaba hablando,
cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía
desde la nube: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi
predilección: escúchenlo”.”
Y como Dios no
se hace rogar frente a semejante sincera expresión de fe, es el Padre mismo
quien se encarga de brindar una confirmación de esta experiencia. El mismo
Padre se conmueve ante la belleza de la humanidad reconciliada con la divinidad
y habla a los testigos.
Una nube
luminosa resguarda lo único que aún en la tierra no podemos contemplar, al
mismísimo Padre, esa experiencia será para el momento de la resurrección, ahora
nos basta con su palabra: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo
puesta mi predilección: escúchenlo”. Si en el bautismo de Jesús, las
misma palabras iban dirigidas a Jesús, ahora en la transfiguración esas
palabras van dirigidas a los discípulos testigos, con el añadido, “escúchenlo”.
Este escuchar a Jesús será ahora la forma de permanecer en la experiencia de la
resurrección aquí y ahora. Las palabras de Jesús son palabras de vida para
nosotros mientras caminamos hacia la resurrección final.
“Al oír esto, los
discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a
ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”.”
Los discípulos
por primera ve se prosternan ante Jesús. Hasta ahora solo lo han hecho aquellos
que fueron sanados por Jesús. Pero ahora, a ellos los discípulos, los testigo
oculares de los hechos y palabras de Jesús y de la obra del Padre y del Espíritu
en Jesús, son los que se sobrecogen ante semejante regalo del cielo.
Y Jesús, que
los ama, y los ha llevado a esta experiencia para crecimiento de esa fe de la
que tendrán que ser testigos vivos, se acerca y los consuela tocándolos y
dándoles esta orden divida que tanta veces escucharon y escucharán: “Levántense,
no tengan miedo”.
Así el
estupor que nos causa el dolor, la humillación y la muerte quedan transformados
por el éxtasis de sur ser irradiante de Luz y Claridad, de Revelación y
Contemplación. En esta postración ante su luminosidad surgente de su Vida
divina, somos levantados por su mano amiga, cálida de consuelo y ánimo frente a
todo lo que nos conmueve.
Esta
experiencia se reedita en cada Eucaristía. En ellas somos testigos de la
transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre gloriosa de Jesús.
Porque la Eucaristía no sólo es la actualización de la Pasión y Muerte de
Jesús, de su sacrificio cruento, sino también de su glorificación. El Cuerpo y
Sangre Eucarístico de Jesús es el de su estado glorioso, porque Jesús murió una
vez y para siempre, pero vive en su gloria eternamente.
Eso es la
adoración eucarística para cada creyente que frente a todas las humillaciones
vividas viene a consolarnos con la luz de su transformación por la que somos
transformados del dolor en esperanza.
Eso es la
Luz de su Palabra, escuchada a solas con Él en el guardarla en nuestro corazón
de día y de noche, caminando o en descanso, rezando o trabajando, fijo nuestros
ojos y nuestros oídos en sus palabras de Vida que todo lo transforman en los
que creen.
Y nosotros
somos testigos al postrarnos ante Él de esa presencia gloriosa en medio de la
transitoriedad y caducidad de este mundo. Pero es este mundo hay una presencia
relevante y transformadora, que supera todas las formas de presencia y les da
sentido a todas, y es la de Jesús Resucitado y Glorioso en la Presencia del
Padre.
“Cuando alzaron los
ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús
les ordenó: “No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre
resucite de entre los muertos”.”
En el inicio
de esta Cuaresma, cuando ya nos adentramos decididamente en ella, no podemos
perder de vista hacia donde nos dirigimos y cual es nuestro alimento verdadero
de cada día, y dónde está la Luz en medio de la oscuridad. “Porque, él destruyó la muerte e
hizo brillar la vida incorruptible, mediante la Buena Noticia.”
Padre santo, que nos
mandaste escuchar a tu Hijo amado, alimenta nuestro espíritu con tu Palabra,
para que, después de haber purificado nuestra mirada interior, podamos
contemplar gozosos la gloria de su rostro.
P. Sergio-Pablo Beliera
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