Hemos aclamado a Jesús como
nuestro Señor:
¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Estas
aclamaciones provienen en cada uno de nosotros, de una experiencia con Jesús,
se sustentan en una experiencia de vida con Él, si no fuera así estas
aclamaciones quedarían sin fundamento, serían palabras vacías provenientes de
un corazón vacío, que el Señor Jesús no ha podido tocar ni llenar fruto de
nuestra resistencia.
¿Desde dónde han brotado en mí estas aclamaciones
al Señor Jesús?
¿Qué fibras íntimas había tocado Jesús, para
que yo lo aclame como mi Dios y Señor?
¿Puedo reconocer la experiencia de mis hermanos
desde la cual brotan estas aclamaciones?
Estas
aclamaciones insistentes tienen consecuencias en nuestras vidas. Somos lo que
decimos. Nos hacen a nosotros aclamaciones vivas del Señor Jesús como Señor de
todos los hombres y de todas las causas de los hombres. Son nuestra confesión
de fe y a la vez nuestro testimonio que la fe modela nuestras vidas y lo
gritamos gozosos a todos los que quieran oírlo, y aún si no quieren oírlo, con
oportunidad o sin ella.
¿He experimentado la dicha bienaventurada de
vivir las consecuencias de mi opción por Jesús?
¿Qué camino tengo hecho en la experiencia de
ser modelados por nuestra confesión de fe y nuestro testimonio?
¿Soy capaz de hablar de nuestro amor por el Señor
con oportunidad o sin ella?
¡Que bueno
para el hombre alegrarse por la visita de su Dios y Señor! Y hacerlo públicamente.
Hoy hemos hecho público el amor del Señor Jesús por nosotros y de nosotros por
el Señor Jesús, hasta animarnos al ridículo delante de los otros, como
cualquier enamorado lo haría, pero esta vez porque hemos descubierto en Jesús
un Amor inigualable.
El mundo
de los hombres necesita de este amor público al Señor Jesús, de estas
aclamaciones a Dios, de este silencio roto en honor de nuestro Padre creador,
por su Hijo Salvador y por su Espíritu santificador. Si nosotros no los aclamáramos
públicamente, las rocas tendrían que hacerlo por nosotros.
¿Hasta dónde se podría decir que he
experimentado esta urgencia de un amor público por el Señor Jesús?
Por último
hemos hecho una proclamación, un anuncio completo de la pasión del Señor Jesús.
Al inicio de la Semana Santa, leemos de manera integra la pasión de nuestro Señor
Jesucristo, para que nuestra tendencia al cortoplacismo, a lo inmediato, a no
llegar a ver más allá de nuestra narices, nuestro rechazo a la historia
completa tal cual ella es, reciba el remedio que necesitamos.
Los cristianos
necesitamos antes que nadie:
escuchar,
leer,
contemplar,
meditar y
anunciar,
la pasión del Señor en toda
circunstancia, pero sobre todo en los momentos que consideramos triunfales de
nuestra existencia, para hacer siempre pie, para no pisar en falso, para no creérnosla,
para ser realistas y no idealistas o fantasiosos. No podemos ser cristianos de
papel maceé, sino de carne y espíritu.
No es
bueno que nos engañemos a nosotros mismos. Siempre celebramos en nuestras
existencias personales y comunitarias la pasión, muerte y resurrección del Señor.
Llevamos en nuestras vidas compartidas las marcas de Jesús rechazado, condenado
injustamente, torturado, ridiculizado, muerto, resucitado y glorificado; y ese
es nuestro honor y gloria. Llevar la misma suerte de nuestro Señor, ya que Él
lleva la misma condición que nosotros.
Recemos
una vez más como hemos comenzado este domingo de Ramos:
"Señor, haz que arda en mí el fuego del
amor divino,
Que la llama de tu amor suba más alto que las
estrellas,
Que arda sin cesar en mi interior
El deseo de
corresponder a tu infinita ternura" (Oficio
de Ramos II, 2)
P. Sergio-Pablo
Beliera
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