martes, 15 de abril de 2014

Homilía Domingo de Ramos, Ciclo A, 13 de abril de 2014

            Hemos aclamado a Jesús como nuestro Señor: 
¡Hosanna al Hijo de David! 
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

Estas aclamaciones provienen en cada uno de nosotros, de una experiencia con Jesús, se sustentan en una experiencia de vida con Él, si no fuera así estas aclamaciones quedarían sin fundamento, serían palabras vacías provenientes de un corazón vacío, que el Señor Jesús no ha podido tocar ni llenar fruto de nuestra resistencia.

¿Desde dónde han brotado en mí estas aclamaciones al Señor Jesús? 
¿Qué fibras íntimas había tocado Jesús, para que yo lo aclame como mi Dios y Señor? 
¿Puedo reconocer la experiencia de mis hermanos desde la cual brotan estas aclamaciones?

Estas aclamaciones insistentes tienen consecuencias en nuestras vidas. Somos lo que decimos. Nos hacen a nosotros aclamaciones vivas del Señor Jesús como Señor de todos los hombres y de todas las causas de los hombres. Son nuestra confesión de fe y a la vez nuestro testimonio que la fe modela nuestras vidas y lo gritamos gozosos a todos los que quieran oírlo, y aún si no quieren oírlo, con oportunidad o sin ella.

¿He experimentado la dicha bienaventurada de vivir las consecuencias de mi opción por Jesús?
¿Qué camino tengo hecho en la experiencia de ser modelados por nuestra confesión de fe y nuestro testimonio?
¿Soy capaz de hablar de nuestro amor por el Señor con oportunidad o sin ella?

¡Que  bueno para el hombre alegrarse por la visita de su Dios y Señor! Y hacerlo públicamente. Hoy hemos hecho público el amor del Señor Jesús por nosotros y de nosotros por el Señor Jesús, hasta animarnos al ridículo delante de los otros, como cualquier enamorado lo haría, pero esta vez porque hemos descubierto en Jesús un Amor inigualable.

El mundo de los hombres necesita de este amor público al Señor Jesús, de estas aclamaciones a Dios, de este silencio roto en honor de nuestro Padre creador, por su Hijo Salvador y por su Espíritu santificador. Si nosotros no los aclamáramos públicamente, las rocas tendrían que hacerlo por nosotros.

¿Hasta dónde se podría decir que he experimentado esta urgencia de un amor público por el Señor Jesús?

Por último hemos hecho una proclamación, un anuncio completo de la pasión del Señor Jesús. Al inicio de la Semana Santa, leemos de manera integra la pasión de nuestro Señor Jesucristo, para que nuestra tendencia al cortoplacismo, a lo inmediato, a no llegar a ver más allá de nuestra narices, nuestro rechazo a la historia completa tal cual ella es, reciba el remedio que necesitamos.

   Los cristianos necesitamos antes que nadie:
      escuchar, 
         leer, 
            contemplar, 
               meditar y 
                  anunciar, 
la pasión del Señor en toda circunstancia, pero sobre todo en los momentos que consideramos triunfales de nuestra existencia, para hacer siempre pie, para no pisar en falso, para no creérnosla, para ser realistas y no idealistas o fantasiosos. No podemos ser cristianos de papel maceé, sino de carne y espíritu. 

No es bueno que nos engañemos a nosotros mismos. Siempre celebramos en nuestras existencias personales y comunitarias la pasión, muerte y resurrección del Señor. Llevamos en nuestras vidas compartidas las marcas de Jesús rechazado, condenado injustamente, torturado, ridiculizado, muerto, resucitado y glorificado; y ese es nuestro honor y gloria. Llevar la misma suerte de nuestro Señor, ya que Él lleva la misma condición que nosotros.

Recemos una vez más como hemos comenzado este domingo de Ramos:
"Señor, haz que arda en mí el fuego del amor divino,
Que la llama de tu amor suba más alto que las estrellas,
Que arda sin cesar en mi interior
El deseo de corresponder a tu infinita ternura" (Oficio de Ramos II, 2)



P. Sergio-Pablo Beliera

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