viernes, 2 de enero de 2015

Homilía Solemnidad Santa María Madre de Dios, 1 de enero de 2015

María, Madre de Dios, ruega por nosotros.
María, Madre de Dios, míranos.
María, Madre de Dios, escúchanos.
Hoy contemplamos como la maternidad de una mujer embellece nuestra historia. Sí, la historia es más bella por la maternidad de María. Nuestra historia es más buena porque María ha puesto toda su femineidad al servicio de la maternidad de Jesús. Ella es la Madre de Jesús, y en esa maternidad el mundo vuelve a palpar la grandeza de la Vida que nos ha dado origen y de la pequeñez que esa Vida ha asumido por puro amor.
La maternidad de María, como Madre de Dios, es motivo de alegría, de gozo y de plenitud para todos los corazones de buena voluntad. Su maternidad abre un rumbo impensado para una humanidad doblada sobre si misma de dolor, de angustia, de sin sentido. Y María, con su maternidad de Dios mismo, impensada por la más audaz de las imaginaciones, nos abre un rumbo de esperanza porque verdaderamente no hay nada imposible para Dios cuando una mujer dice que sí, no pensando en sí misma sino pensando en todos nosotros.
No consiste sólo en ser madre, sino en ser madre de… en ser madre para… La maternidad de María le da una vuelta de rosca a la maternidad conocida hasta que ella dijo que sí a ese desafío de Dios.
¿Porque nos asombra que Dios mismo entre en un vientre de mujer y nazca de el? Pero, ¿porque no asombrarnos y a lo grande que esa sea la elección de Dios y sea motivo de un cambio radical en las relaciones entre Él y nosotros.?
Si María es Madre de Dios, nosotros también podemos acoger a Dios en nuestras existencias y ser transformados por el Autor de la Vida en nuestras propias vidas, sin necesidad de vivir la vida de otros u otras vidas.
Hay que vivirlo con toda libertad porque es una propuesta que surge de Dios mismo, no es una invención más del hombre con delirios de dioses. No, es la propuesta de Dios mismo para cada existencia, para cada uno que ha venido a la vida.
Una mujer que como María, da a luz a Dios mismo, y ese Dios es Jesús, implica un rumbo de belleza, de bondad, de ternura de la vida y de la historia que no puede dejar de sorprendernos, que no podemos dejar de contemplar, que no podemos dejar de palpar en nuestra existencia de creyentes.
Confesar a María como Madre de Dios, no es ni una cuestión anexa, ni una postura ortodoxa, ni una cuestión piadosa, y mucho menos indiferente. Es por el contrario una afirmación de gran implicancia sobre lo que Dios puede o no hacer en nuestras existencias creyentes y humanas. Porque nada que Dios haya hecho en María, como Madre de Dios, deja de querer hacerlo de una u otra forma en nosotros.
Frente a todo lo que pasa en el mundo que vivimos, en la Iglesia en la que nos congregamos, en la comunidad en la que habitamos, en la familia en la que vivimos, en la persona que somos; la maternidad de María como Madre de Dios es aire fresco, agua pura, fuego que entibia, luz que aclara, serenidad que permite el andar, es un paso a paso que nos hace peregrinar juntos. Y no sólo juntos sino para los otros.
De allí brota la Vida, de allí la Paz, de allí que nuestras vidas sean Encuentro.
Amemos a María Madre de Dios. Amemos con Ella al fruto bendito de su vientre: Jesús nuestro Dios y Salvador. Amemos intensamente lo que este Niño Jesús nacido de María Virgen, ama hasta dar la vida, y entonces, sólo entonces daremos el fruto de un amor a la altura de por quien y cómo somos amados.
María, Madre de Dios, alégranos…


P. Sergio-Pablo Beliera

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