María, Madre de Dios, ruega por nosotros.
María, Madre de Dios, míranos.
María, Madre de Dios, escúchanos.
Hoy contemplamos como la maternidad de una
mujer embellece nuestra historia. Sí, la historia es más bella por la
maternidad de María. Nuestra historia es más buena porque María ha puesto toda
su femineidad al servicio de la maternidad de Jesús. Ella es la Madre de Jesús,
y en esa maternidad el mundo vuelve a palpar la grandeza de la Vida que nos ha
dado origen y de la pequeñez que esa Vida ha asumido por puro amor.
La maternidad de María, como Madre de Dios,
es motivo de alegría, de gozo y de plenitud para todos los corazones de buena
voluntad. Su maternidad abre un rumbo impensado para una humanidad doblada
sobre si misma de dolor, de angustia, de sin sentido. Y María, con su
maternidad de Dios mismo, impensada por la más audaz de las imaginaciones, nos
abre un rumbo de esperanza porque verdaderamente no hay nada imposible para
Dios cuando una mujer dice que sí, no pensando en sí misma sino pensando en
todos nosotros.
No consiste sólo en ser madre, sino en ser
madre de… en ser madre para… La maternidad de María le da una vuelta de rosca
a la maternidad conocida hasta que ella dijo que sí a ese desafío de Dios.
¿Porque nos asombra que Dios mismo entre en
un vientre de mujer y nazca de el? Pero, ¿porque no asombrarnos y a lo grande
que esa sea la elección de Dios y sea motivo de un cambio radical en las
relaciones entre Él y nosotros.?
Si María es Madre de Dios, nosotros también
podemos acoger a Dios en nuestras existencias y ser transformados por el Autor
de la Vida en nuestras propias vidas, sin necesidad de vivir la vida de otros u
otras vidas.
Hay que vivirlo con toda libertad porque es
una propuesta que surge de Dios mismo, no es una invención más del hombre con
delirios de dioses. No, es la propuesta de Dios mismo para cada existencia,
para cada uno que ha venido a la vida.
Una mujer que como María, da a luz a Dios
mismo, y ese Dios es Jesús, implica un rumbo de belleza, de bondad, de ternura
de la vida y de la historia que no puede dejar de sorprendernos, que no podemos
dejar de contemplar, que no podemos dejar de palpar en nuestra existencia de
creyentes.
Confesar a María como Madre de Dios, no es
ni una cuestión anexa, ni una postura ortodoxa, ni una cuestión piadosa, y
mucho menos indiferente. Es por el contrario una afirmación de gran implicancia
sobre lo que Dios puede o no hacer en nuestras existencias creyentes y humanas.
Porque nada que Dios haya hecho en María, como Madre de Dios, deja de querer
hacerlo de una u otra forma en nosotros.
Frente a todo lo que pasa en el mundo que
vivimos, en la Iglesia en la que nos congregamos, en la comunidad en la que
habitamos, en la familia en la que vivimos, en la persona que somos; la
maternidad de María como Madre de Dios es aire fresco, agua pura, fuego que
entibia, luz que aclara, serenidad que permite el andar, es un paso a paso que nos
hace peregrinar juntos. Y no sólo juntos sino para los otros.
De allí brota la Vida, de allí la Paz, de
allí que nuestras vidas sean Encuentro.
Amemos a María Madre de Dios. Amemos con
Ella al fruto bendito de su vientre: Jesús nuestro Dios y Salvador. Amemos
intensamente lo que este Niño Jesús nacido de María Virgen, ama hasta dar la
vida, y entonces, sólo entonces daremos el fruto de un amor a la altura de por
quien y cómo somos amados.
María, Madre de Dios, alégranos…
P.
Sergio-Pablo Beliera
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