HOMILÍA 22º DOMINGO DURANTE EL AÑO, CICLO A, 28 DE AGOSTO DE 2011
Ser un obstáculo no es ciertamente una experiencia de la que nos gloriemos, de la que nos sintamos orgullosos, o de la que alardeemos fácilmente. Sin embargo, esta experiencia se encuentra presente en muchas de nuestras relaciones familiares, de amigos y comunitarias.
Se es verdaderamente un obstáculo cuando no se permite un bien, cuando no se favorece un bien, cuando se impide un bien; aún más, cuando se desvía o se desalienta de un bien a alguien. Cuando la medida que se pone para dar algo por bueno o posible, es uno mismo. Imaginemos en cuantas oportunidades podemos encontrarnos así a nosotros mismos.
En nuestra relación con Dios, no falta esta experiencia. Y si falta, tal vez nuestra experiencia de Dios no ha llegado a fondo aún. No nos hemos enfrentado a nuestra condición y a la de Dios, frente a frente. “Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Es la experiencia de nuestra propias aspiraciones, de nuestra propia imaginación, de nuestros deseos, de nuestros anhelos y la manera de conseguirlos, frente a las circunstancias que tenemos delante y que se presentan como la negación de lo que queremos. Y aún más, frente a la posición de Dios, frente a su opción distinta a la mía, opuesta tal vez a la mía, siendo mi Dios, frente al que podemos decir: ¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido! Lo amamos, pero no estamos en la misma mirada. Frente a esto, experimentamos una posibilidad distinta que nos es difícil de aceptar, de elegir, de querer y mucho más de amar. Bien lo expresa el profeta hoy: “había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía”. Es desde allí, desde ese fuego interior, desde donde podemos mirar a Dios, no ya como un obstáculo para nuestro desarrollo, nuestro crecimiento, nuestra aspiración más profunda. Entonces, poco a poco vamos dejando de “apartar a Jesús” para indicarle el camino, sino que nos vamos colocando –mal que nos pese- detrás suyo para seguirlo hasta lo inaudito. No somos nosotros quienes tenemos que indicarle el camino a Dios, sino nosotros quienes necesitamos imperiosamente que Dios nos marque el camino.
Así, la invitación irrenunciable de Jesús: "El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará”, deja de ser un simple consejo para convertirse en un itinerario permanente de cada día. Que puede ser entendido como etapas sucesivas –así lo podemos ver a Jesús ascender desde la renuncia a sí mismo en el desierto de las tentaciones, tomar su cruz en el darse a pesar del rechazo y la incomprensión, hasta la cúspide de la entrega total en la cruz y resurrección-, o como un todo que se realiza cada vez –las tentaciones son en sí un proceso de renuncia, tomar la cruz y seguir al Padre; cada día de la vida pública es una renuncia a hacer su plan, un tomar la cruz de darse hasta terminar extenuado y seguir al Padre en su bondad sin límites; en Getsemani lo vemos renunciar a su voluntad, aceptar el cáliz de la cruz y seguir al Padre hasta la espera de la Resurrección-.
De una u otra manera lo que se pone en juego es la propia vida hasta el riesgo supremo, como lo hace una madre al dar a luz, como lo hace padre al salir a la dura e ingrata jornada para sustentar a los suyos, como lo hace un discípulo frente a vivir según Jesús o vivir según sí mismo. Nadie debe permanecer junto a Jesús ya por sí mismo, sino que se sigue a Jesús si se está dispuesto a correr el riesgo de una vida entregada sin obstáculos a Dios, habiendo aceptado el fuego de un amor de Dios que no pone obstáculos, que vence los obstáculos, y que nos espera siempre al final de cada etapa con la recompensa de su obra en nosotros. Entonces nuestra existencia dirá, ¡Quiero que lo hagas todo ya, según tu plan de amor!
P. Sergio Pablo Beliera
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