HOMILÍA 2º DOMINGO DE
PASCUA, CICLO C, 7 DE ABRIL DE 2013
Los mundos cerrados de la actualidad, no son
distintos de las puertas cerradas por temor, de los discípulos en el Evangelio.
“Al
atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las
puertas cerradas por temor a los judíos.”
La cerrazón de las personas, las fronteras
cerradas de los países, los horizontes cerrados de la falta de sentido de la
vida, el acceso cerrado a tantos espacios –como educación, salud, trabajo,
familia-, nos hablan de ese temor permanente que acecha la vida de los hombres.
El miedo, genera muros muy difíciles de escalar
y de romper, aunque muros inútiles, porque no será el miedo quien nos proteja,
sino una fuerza verdaderamente opuesta a la que nos causa miedo. El hombre
hecho de miedo, es un hombre cerrado a las relaciones entrañables de la
confianza y de la ternura.
Miedo a la agresión de los otros. Miedo a la
fuerza del otro. Miedo a la diferencia con el otro. Miedo al odio, al rencor.
Miedo al rechazo. Miedo a que el otro sea una amenaza para mi existencia. Miedo
a no poder ser parte de la realidad que me rodea. Miedo a que quien soy sea una
amenaza para mi mismo. Miedo a no poder sobrevivir a las fuerzas del mal. Miedo
a quien puede curarme de mis miedos… La lista podría seguir… Miedo al fin que
nos priva, miedo frente al que Dios no ha querido quedar silencioso y ausente.
Y si pensamos en ese terrible flagelo que es la
adicción en la sociedad contemporánea, y que en el fondo como expresión humana,
no es otra que la del miedo a la apertura, la intolerancia a un mundo de
relaciones humanas, de relaciones con el entorno y de relaciones con Dios que
resultan de un miedo, de un temor no superado por quien lo padece y no
detectado por quienes lo rodean. Detrás no hay otra cosa que una huida al mundo
ilusorio por un “no puedo” o en su otra
versión “sólo así si se es feliz”…
La saturación imperceptible a un misterio
humano que nos supera, a un misterio del universo que nos supera, a un misterio
del futuro que nos supera, a un misterio de Dios que nos supera… Pero esa
superación lejos de ser una admiración es un temor ciego que nos hace huir al
reino de la mentira, del engaño, de la sustitución, de las dobles relaciones,
del desdoblamiento de la existencia propia y ajena. Deberíamos aprender más de
este drama humano actual, que se lleva generaciones enteras de personas,
especialmente niños y jóvenes. Si supiéramos a que temían y les resultaba
insuperable y creaban los sutiles mecanismos del engaño y de la huida,
podríamos estar ahí a tiempo… Eso es lo que Dios quiere y lo que necesitamos
unos de otros. Esas son las relaciones y vínculos subvertidos por Jesús
Resucitado.
Jesús, detecta nuestros miedos y se pone en el
centro de ellos: “Entonces llegó
Jesús y poniéndose en medio de ellos”. No interviene desde fuera. Se adentra en
el corazón de nuestra existencia, de nuestras existencias sujetadas por el
miedo, del temor a la agresión del mundo circundante. Es en este contexto donde
Jesús Resucitado se nos aparece, se nos anuncia, se nos hace visible a los
ojos, audible y palpable.
Jesús Resucitado no quita nuestros miedos
mágicamente sino, con la Presencia de toda su Persona Resucitada en medio de
nosotros, no envía un mensajero sino que viene Él mismo. No hay forma de
extraer nuestros miedos sin su Presencia Personal. Sin Jesús en Persona en
nuestras existencias nuestros miedos son inextraibles. Él está enteramente
disponible, ¿cuán disponible estoy yo a
exponerle mis miedos, nuestros miedos, y dejar de escondérselos y escondérmelos?
¿cuán disponibles estoy para dejar que Él extraiga de nuestros miedos y de esa
experiencia nos de una fuerza nueva?
En segundo lugar para quitar nuestros miedos
que nos vuelven incrédulos, Jesús Resucitado está disponible para ser palpado
en su Cuerpo: “…les mostró sus
manos y su costado… Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano:
métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe...” Ser palpado
en su Cuerpo herido por el odio, pero que ya no sangra por virtud y fuerza del
amor de Él hacia el Padre, del Padre hacia Él, y de ambos hacia la humanidad
que por miedo a un Dios libre, ha temido y lo ha agredido hasta la muerte, le
ha dado la espalda o ha sido indiferente. Pero: “No temas:
Yo soy el Primero y el Último, el Viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para
siempre y tengo la llave de la Muerte y del Abismo.”
¿Porqué
aún tememos al Dios que ha absorbido en su carne el odio del mundo y lo ha
transformado en Amor y Misericordia? Como Tomás nosotros debemos llevar
nuestra mano donde Jesús nos señala en su Cuerpo resucitado. Esto es palpar el
realismo de su transformación, el realismo del odio cambiado en amor. Si no lo
palpamos en una primera etapa nos será imposible creer que eso mismo puedo suceder
con nosotros. ¿Y dónde podemos hacer esa
experiencia de palpar el Cuerpo transformado del Señor Jesús Resucitado?
Hay dos experiencia complementarias que son la Eucaristía y la Misericordia.
La Eucaristía es el Cuerpo atacado por el odio
y transformado por el Amor del Padre como expresión viva de la Misericordia que
nos tiene. Eso celebramos, eso comulgamos, eso adoramos. La vida eucarística de
un creyente es esencial para mantenerse cerca de ese amor resucitado y
resucitador. Es una experiencia comunitaria de Vida y Misericordia que se hace
personal. Esa doble aparición lo testimonia y pone de manifiesto, primero el
grupo de los apóstoles que ven y creen y luego Tomás que tiene que creer si
haber visto y que nos representa a todos los creyentes. ¡Felices los que creen sin haber
visto!
La Misericordia es el Cuerpo golpeado por el
odio y transformado por el Amor de los creyentes por los más pobres y
sufrientes, como expresión de que su fe es sincera y está arraigada en la
Misericordia que el Padre ejerce con el cada día y, que el está disponible a
ejercer con sus hermanos cada vez. La vida de caridad de los creyentes y su
amor por los sufrientes de su tiempo, es una comunión con el Amor
Misericordioso que se transfiere del amor dado a amor recibido. En esta
experiencia del Resucitado en el hermano que no vemos, hacemos la restauración de
nuestra fe, que no viendo cree lanzándose a la misericordia que Dios quiere. ¡Felices
los que creen sin haber visto!
Esta es la verdadera fuerza opuesta que responde
al miedo que nos amenaza: “Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y
creyendo, tengan Vida en su Nombre”, escrito en la existencia presente
de los bienaventurados creyentes, en forma de Amor al Cuerpo del Resucitado en
la Eucaristía y a los Sufrientes, quitando todo muro de temor porque Él nos ha
dicho: “¡La paz esté con ustedes!”.
P. Sergio-Pablo Beliera
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