Homilía 33° Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo C, 17 de
noviembre de 2013
“Como
algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y
ofrendas votivas, Jesús dijo: “De todo lo que ustedes contemplan, un día no
quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”.”
Desde
Babel hasta hoy, el hombre no ha podido resistir a la seducción que le produce
el elogio de sí mismo y de sus obras. Hay en el ambiente, sea donde sea que uno
se encuentre, un deseo de grandeza y de magnificencia fruto de la vanagloria
expresada en el lujo y los grandes proyectos.
La
altura en los edificios crece, la inmensidad de los espacios se multiplica, el
brillo, el color, la estridencia de la luz, todo está dedicado al hombre mismo,
todo es objeto de auto-referencialidad, de exposición y contemplación de las
grandezas que puede producir y alcanzar el hombre por si mismo.
Lo
hecho a medida humana, a escala humana, parece no contar con mucha aprobación.
Y a la vez, esa desmesura manifiesta la inhabitabilidad de esos espacios, su
vacío… Como cuando uno recorre hoy un gran antiguo palacio convertido en museo,
y de golpe toma conciencia que justamente está en un museo, que quienes lo
concibieron a ese palacio como su hogar, y se enorgullecieron de el, ya no
están, han pasado, ya no es su morada. Y ni siquiera lo es para nosotros que no
somos más que unos visitantes de paso.
No
deja de pasar también con la cultura del apego al cuerpo humano exaltado así
mismo como exponible a la mirada de todos. El cuerpo no ya como expresión de
aquello para lo que somos hechos y por la misión que se nos ha confiado, sino
como fin en sí mismo, como medio de llamar la atención de los otros sobre uno.
El cuerpo eternizado a fuerza de intervenciones externas a el mismo, y
mostrando un vigor y un esplendor que en realidad no tiene.
Ese
deseo del hombre de perpetuarse y de mostrase perpetuo a sí mismo y a los
demás, negando el tiempo y la innegable e inevitable caducidad y decadencia.
No
somos ajenos a este estado de ánimo, y Dios mismo no es ajeno, y por eso nos
advierte de no caer en el espejismo de una humanidad sin tiempo, inmortal y
magnífica, fruto de su orgullo y vanidad, de su apego a si misma y su rechazo
de Dios. Algo así como si la presencia de Dios nos recordara que no somos Dios
y que por lo tanto no somos eternos, y nuestra belleza es caduca cuando no
artificial.
El
hombre verdaderamente espiritual se hace conciente de su caducidad y de lo
perecedero de sus obras.
¿Qué quiero perpetuar en mí? ¿En qué espejismo
de mí mismo caigo? ¿De qué manera se manifiesta en mí la negación de la
caducidad?
Señor y Dios nuestro, concédenos
vivir siempre con alegría bajo tu mirada, ya que la felicidad plena y duradera
consiste en servirte a ti, fuente y origen de todo bien.
Esta
primera enseñanza nos abre a la siguiente: “Tengan cuidado, no se dejen engañar… No los
sigan… no se alarmen… no llegará tan pronto el fin”.
Esta llamada a tener cuidado, a no dejarnos
engañar, de no seguir a cualquiera, a no alarmarnos, es un cuidado paternal que
recibimos de Jesús, frente a quienes viven de la amenaza, del engaño, de la
alarma, de ponerse en el lugar de Dios. Esos dueños de verdades desconocidas
para los demás son el mentiroso en persona. No pueden hacer que el fin de los
tiempos lleguen y por lo tanto no les será dado el conocimiento de el día y la
hora ni el lugar.
La aceptación de esta verdad, se manifiesta en
el verdadero de sentido del final de la historia humana, el testimonio final de
los creyentes, de los discípulos de Jesús que deben pasar por el mismo destino
de su maestro.
“…los
detendrán, los perseguirán, los entregarán… y serán encarcelados… a causa de mi
Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí.” Nuestra vocación de dar testimonio en manos de quien
hemos puesto nuestra existencia, nuestra confianza, nuestra esperanza. Ese “a
causa de mi Nombre” es el fundamento de nuestra existencia de
cristianos en el mundo. Y sólo lo comprenden en el atisbo de una luz mística,
los que se dejan amar por el Señor de ese Nombre, Jesús, y quienes aman sin
parangones a ese Nombre que expresa la persona de Jesús.
Si
vivo a causa de su Nombre, entonces mi existencia se distingue de cualquier
otro motivo, el motivo de mi existencia es la existencia de Jesús en mi
existencia. Presencia amorosa que se nota en la oportunidad que se me da de ser
detenido, perseguido, entregado, encarcelado, a causa de nuestro Esposo Jesús,
de nuestro Amigo Jesús, de nuestro Señor Jesús.
Cuando
los sufrimientos que se acumulan en nuestra existencia provienen de mi mismo,
por mi nombre, por mi honor y gloria herida, allí no está el Nombre de Jesús,
como la dulce puerta para dar la cara por nuestro Amado. Cuando somos el
sufrimiento de nosotros mismos y de los demás, es porque su Nombre no ha podido
arraigar en nuestra existencia, y ha quedado como un vago recuerdo que va y que
viene, pero que no se detiene y se afianza como punto de inflexión único y
perdurable.
Existimos
para dar testimonio en medio del sufrimiento del amor único e irremplazable del
Señor Jesús por nosotros y de nosotros por el Señor Jesús. Desde esta
experiencia podremos hacer la experiencia que no necesitamos más que este amor
y que ningún sufrimiento es superior a este amor y entonces no nos defenderemos
por nosotros mismos, haciendo justicia por mano propia porque de veras
confiamos en la promesa de nuestro amado Jesús: “Tengan bien presente que no
deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una
sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir.”
Es
la propia experiencia de Jesús, la que Jesús nos promete para nuestra propia
existencia. Él conoce el valor del silencio que deja resonar la atronadora
Palabra de Dios que desnuda todas las mentiras y a todos los encantadores y sus
encantos.
Es
en la escuela del silencio aún en la urgencia o la emergencia, donde
experimentamos que la elocuencia y la sabiduría de Dios vienen de Dios y no de
nosotros mismos. Y aún más, son las únicas palabras necesarias de ser
pronunciadas y escuchadas.
Esta
escuela del silencio, que nos educa en el rechazo de la autodefensa y
autojustificación, abarca esa oración de adoración silenciosa porque está el
Amado, y se prolonga en la escucha silenciosa a lo largo del día, donde son
silenciados y rechazados aún los mas nobles pensamientos, porque no hay nada
que no me sea dicho en el Nombre de Jesús, en su Evangelio.
Señor y Dios nuestro, concédenos
vivir siempre con alegría bajo tu mirada, ya que la felicidad plena y duradera
consiste en servirte a ti, fuente y origen de todo bien.
“Serán odiados por todos a causa de mi
Nombre.” ¿Seré merecedor de este odio, cuando
me he puesto tan por delante de Jesús que me odian a causa de mis palabras y
gestos en lo que sólo se reconoce mi presencia, mi impertinencia, mi voluntad
de poder?
Si
aún no he sido causa de odio por mi amor a Jesús, será que estoy un poco cómodo
en esta existencia cristiana y demasiado ocupado en ser amado, valorado y
respetado. Cuando me ocupo del amor a Jesús es inevitable que me odien como lo
han odiado a Él. ¿O es que estoy entre los de mi generación como si el Señor
Jesús no estuviera en mi existencia de manera definitoria? Recemos por los
cristianos perseguidos hoy.
Y por último: “Con su perseverancia
salvarán sus almas.”
Permítanme
decir esto en un tono diferente. Una experiencia que me ha llegado a herir
profundamente ha sido esta:
“Persigo a mi alma y la torturo,
Si, yo mismo le infrinjo males,
Yo mismo la persigo con mi connivencia con el pecado, con
toda forma de mal.
Y ella, mi alma, mansa como el Manso Jesús, soporta el
dolor, carga el sufrimiento injusto.
Antes que alguien me persiga, yo me persigo a mi mismo,
me encarcelo a mi mismo, y juzgo a mi alma de indigna de
mi mismo,
llamado a “mayores alturas”, que la simple y oculta vida
del Espíritu.
Ella, mi alma, soporta pacientemente mis males y espera
con ansia ser liberada por el Señor,
para perdonarme y salvarme del abismo en el que me
introduzco poco a poco.
Ella, mi alma, anhela la reconciliación con mi cuerpo (en
realidad con mi razón, con mi mente),
y manifestarle amor y paz como a un enemigo que
injustamente se vuelve contra ella que es su vida y su gozo, porque el alma fue
hecha por Dios para hablar con Dios y hablarme de Dios.”
Esta
tristemente célebre experiencia, me dice que hoy la gran persecución es al
alma, y los grandes perseguidores somos nosotros mismos, “serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos,
por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán.” ¿Es que
ya nadie quiere ocuparse del alma? ¿Cuido el alma de mis hermanos? ¿Soy
promotor del cuidado del alma que dialoga con Dios?
“Con
su perseverancia salvarán sus almas.”
Si permanezco en el
amor de Jesús, que permaneció amando frente al odio del mundo, ocupado en
exculpar a sus acusadores y en salvar en medio de sus tormentos el alma del
buen ladrón, entonces como Jesús habré mantenido la pureza del alma, que es el
poder amar siempre a pesar de si misma y de los demás, por sólo amor de Dios y
a Dios y por lo tanto por sólo amor a los hombres, aún cuando estos tengan algo
contra mí. Sólo esa perseverancia puede salvar el amor del alma en medio del
mundo y traspasar la prueba para encontrar al “Amado de mi alma”.
Señor y Dios nuestro, concédenos
vivir siempre con alegría bajo tu mirada, ya que la felicidad plena y duradera
consiste en servirte a ti, fuente y origen de todo bien.
P. Sergio-Pablo Beliera
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