“…a
fin de conducir a la obediencia de la fe, para gloria de su Nombre, a todos…,
entre los cuales se encuentran también ustedes, que han sido llamados por
Jesucristo…”
Como
amados de Dios, somos continua e ininterrumpidamente llamados a la maravillosa
experiencia de la obediencia de la fe.
Esta experiencia se nos da desde el primer instante de nuestra
existencia. Y hacernos a ella es un don y una tarea que nos lleva toda la vida,
como una gozosa existencia marcada por la llamada del Señor Jesús a
configurarnos con Él, estos es, ser como Él y obrar como Él.
Es
el mismo Señor Jesús quien es el modelo y la plenitud de la obediencia amorosa
de la fe en un Padre que nos ama desde el inicio y nos conduce a la consumación
de ese amor en el encuentro cotidiano y definitivo en su Gloria.
José
y María son una realización plena de esta obediencia de la fe. Vivieron esa
obediencia en la fe no sólo como una experiencia personal, sino como una
experiencia anticipada de la experiencia plena de Jesús, su hijo, como dice el
Ángel: “…lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo…”
Semejante obra es vivible por ellos por la sola experiencia de la obediencia de
la fe. Y como una experiencia incoada en su época, para que en toda la historia
humana, hasta la consumación de los tiempos, se viva de la misma experiencia.
¿Pero,
quién eran José y María en la sociedad de su época? Así podremos captar mejor
como llegar también nosotros a esa obediencia de la fe tan gratificante y
fructífera, que engendra por obra del Espíritu Santo a Jesús el Señor en
nosotros y en nuestra época.
Digamos
que, eran “nadie”... Sí, eran unos desapercibidos... Unos invisibles a tiempo y
a los de su tiempo... Un carpintero y una desposada virgen que llega a ser
madre… Un hombre justo y fiel que ama a su esposa y a lo que ha sido engendrado
en ella… Pero todo y cada una de las cosas vividas, en la diminuta Nazaret, en
la lejana Galilea… Fuera siempre del centro, del punto neurálgico de su tiempo…
Unos descendientes de David, tan pobres e ignotos como el mismo David a la hora
de ser ungido. Unos sacados de detrás del rebaño de la humanidad de “la
plenitud de los tiempos”.
Tal vez
sólo los “nadies” puedan ser lo que están mejor predispuestos a la obediencia
de amor a los planes de Dios. Los que sean la tierra fértil que rinda el 30, el
60 o el 100, de la semilla de la obediencia de la fe. Sostenidos en la pequeña
e insignificante tamaño de la fe, pero en su inmensa e impensada capacidad de
fermentar la masa de la existencia propia y ajena.
Ser “nadie”,
puede ser una gracia inmensa que nos permite ser para Dios de una manera sencilla
y directa, que conoce el estupor y la tensión frente al misterio del poder del
obrar de Dios, pero que se deja guiar sin resistencias a una promesa de
fecundidad y vida, de ternura y liberación, de don total y colaboración
gratuita. Y así, ser su voluntad viva. Siendo “nadie”, el hombre se deja
nombrar e insuflar del Espíritu de la obediencia de la fe, que sabe decirle que
si a Dios a pesar de sí mismo y de todo lo que se opone.
Ser y
tenerse en la más pura sencillez, es el inicio de ser y tenerlo todo de Aquel
que lo es Todo y lo da todo. Es la santa disponibilidad y docilidad a una
maravilla de Dios que supera expectativas e imaginación.
Nuestra
generaciones sueñan con un “Imagina”, que se canta como un credo de ensueño,
pero por el que se hace poco por realizarlo, porque ese imaginar sigue
arraigado al peor enemigo de cualquier realización, el exceso de sensibilidad
por sí mismo y un discontinuo sentir por los otros más distante e impotentes.
Quien imagina desde el confort, sueña más confort para sí mismo.
Pero quien
imagina con Dios y desde Dios, es visitado en su conturbación con la paz de un
mundo mejor hecho no de sueños, sino de realizaciones bajo el signo de la
desafiante obediencia de la fe, que es la pura y plena confianza restablecida
entre el hombre y su Dios Amor y Compañía.
Hoy una vez más deberíamos escuchar la pregunta de Dios al hombre: “¿Acaso no les basta cansar a los hombres, que cansan
también a mi Dios?” El
descanso del hombre es la de la fuente que se convierte en manantial que corre
libre y disponible como agua fresca para ser bebida en el caminar en la
Presencia del Señor y en el hacerse prójimo como Jesús se hace de cada hombre
en cada época. El descanso de Dios es vernos libres de decir que sí en la
confianza de hijos en brazos de su madre, que dejan correr una corriente de
afecto, de ternura y apertura que nos expone a un encuentro profuso de decires
de amor y encanto de el Uno por el otro.
Hagamos de nuestra obediencia amorosa de la fe
poesía que nos haga recibir en nuestra casa a María y a Jesús engendrado en su
seno por el Espíritu Santo. Con el justo y fiel José, seamos obedientes a la
amorosa obediencia de la fe que obra el Espíritu Santo, que acoge la luz de un
Salvador que se deja cuidar y así nos enseña a dejarnos salvar por el cuidado
mutuo.
Dondequiera
que vaya
A
lo lejos y en cualquier lugar
Una
y otra vez, siempre brillas sobre mí
A
través de la oscuridad de la noche, después de llamarme
Y
donde quiera que subo
A
lo lejos y en cualquier lugar
Me
levantas muy alto, más allá del cielo
A
través de la noche tormentosa, me levantas arriba
Venite
Spiritu et emitte caelitus
Venite
Spiritu et emitte caelitus
Venite
Venite Spiritu Spirtus
A
lo lejos, más allá del cielo (Takatsugu Muramatsu)
Envíen
los cielos el rocío de lo alto,
y
las nubes derramen la justicia.
Abrase
la tierra y brote el Salvador.
(Cf. Is 45, 8)
P. Sergio-Pablo Beliera
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