domingo, 5 de enero de 2014

Homilía 2º Domingo después de Navidad, Ciclo A, 5 de enero de 2014

“Ante él (el Creador), ejercí el ministerio en la Morada santa, y así me he establecido en Sión; él me hizo reposar asimismo en la Ciudad predilecta, y en Jerusalén se ejerce mi autoridad. Yo eché raíces en un Pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su herencia.”
Estas palabras develan claramente el inmenso y riquísimo misterio de Dios que “amó tanto al mundo que entregó a su Hijo Único” para que Él:
·      Ejerza su ministerio entre nosotros,
·      Se establezca entre nosotros,
·      Repose entre nosotros,
·      Ejerza su autoridad entre nosotros,
·      Eche raíces entre nosotros, su “Pueblo glorioso”, “la porción del Señor”, “su herencia”.
¿Pueden haber expresiones de mayor amor y ternura para con nosotros? ¿ Nos damos cuenta del misterio de Amor y de Ternura que envuelve a Dios frente a su Hijo Único ofrecido por nosotros sus creaturas?
Jesús, el Hijo Único del Padre, y del que Juan el Bautista da un claro testimonio, que estamos llamados a hacer nuestro: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo".
Ese Hijo Único, que es la Palabra que pone su Morada entre nosotros, es Jesús nacido en Belén de María virgen y de José su padre adoptivo. Su presedencia y a la vez su prexistencia resalta la incondicionalidad de su Amor y Ternura por nosotros, no por necesidad, sino por pura gratuidad.
El gran asombro del creyente, es ese arraigo de lo eterno en lo temporal de nuestra existencia. Y ese mismo arraigo gratuito y tan inmensamente generoso e inmerecido, nos habla de su precedernos y su existencia anterior a la de cualquier hombre. ¿Vivo esta expresión inconfundible de su Amor y Ternura por mi, por nosotros?
Ese gran don de eternidad en el tiempo y del tiempo que acoge a la eternidad de Dios, es una palabra profundamente sugestiva para el hombre contemporáneo, sumergido en su temporalidad, deseoso de eternizarse en ella, y que a la vez pierde el horizonte de la eternidad que el Padre nos regala en Jesús. Sólo Dios puede adentrarse en la temporalidad y echar raíces de eternidad en ella, porque sólo Él es el sustento de lo temporal y a la vez sólo Él puede morar en nuestra temporalidad sin quedarse puramente temporal.
Un hombre, esposo y padre de familia, profesional que alcanza un gran prestigio y posición en una empresa multinacional, se pregunta necesariamente: ¿cómo trascender? Es como si se preguntara por lo que le agregar valor a la existencia de los suyos y a sí mismo a partir de su existir. No desea pasar por el mundo y quedarse en nada.
Ningún logro humano, aún cuando sea el de la familia, el del trabajo bien hecho, el de la buena amistad entre los hombres, puede apagar la sed de trascendencia y acallar la voz de la conciencia que nos orienta hacia Dios, verdadera trascendencia del hombre. El mismo planteo puede hacerse cualquier hombre y mujer en cualquier condición.
Son las clarísimas palabras de Pablo hoy: “…el Padre de nuestro Señor Jesucristo… nos ha elegido en él… para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. El nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido.”
El hombre sólo se puede trascender a sí mismo y a sus hermanos, agregarle verdadero valor a la existencia de los suyos y de sí mismo:
·      Asumiendo y abrazando esa elección del Padre de Jesús y nuestro Padre,
·      Haciéndose santo e irreprochable por morar en la presencia de Dios en un amor como el suyo, plenamente expresado en Jesús y su Evangelio,
·      Asemejándose con gozo renovado a su condición esencial de hijo en el Hijo Jesús, con gozo y clara supremacía sobre todas las cosas,
·      Siendo en todo alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo Amado, sin el cual nada puede ser asumido y concretado en nuestra existencia.
No es un pensamiento más, no es una meditación más, no es una contemplación más este obrar de Dios en el tiempo, en nuestro tiempo y nuestra necesaria trascendencia desde la inmanencia, que revela nuestra vocación más profunda. Porque sólo haciéndonos y haciendo a los demás, hijos de Dios, es como esa sed alcanza su saciedad.
Vivir en la acogida de esta llamada y en su realización concreta de encarnación y a la vez de desprendimiento, es como concretamos ese, “valorar la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos.”
Desde Jesús no hay ninguna contraposición entre el arraigo en lo temporal -al estilo de la Voluntad del Padre y la concreción de Jesús- para recibir la Luz de Dios, Jesucristo y su Evangelio, y la trascendencia de lo temporal por el desprendimiento de lo temporal -al estilo de la Voluntad del Padre y la concreción de Jesús-, abrazando nuestra vocación de santidad, verdadera trascendencia del hombre hacia Dios.
Santidad que es Morar en Dios al estilo de Jesús que no tuvo morada propia porque la suya era la Morada del Padre.

P. Sergio-Pablo Beliera

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