“¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del
hijo de sus entrañas?”, dice el
Señor por boca del profeta Isaías.
Entonces, ¿Dios
se ocupa de nosotros?, o, ¿Le
importamos cotidianamente a Dios?
Resolver esta cuestión en el fondo de la propia
existencia propia y ajena es esencial y su fruto la paz. Y sobradas
experiencias nos dicen que sí se ocupa y con esmero y el poder experimentarlo
es fruto del arrojo completo a los brazos de la fe, de la confianza en Dios,
Padre y Creador. Y a pesar que experimentemos con la vista natural, que la vida
depende de nosotros, bien nos viene asumir la pregunta de Jesús hoy: “¿No
valen ustedes acaso más que (los pájaros)? ¿Quién de ustedes, por mucho que se
inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida?”.
El Señor se levanta cada mañana y despierta con
nosotros para vivir juntos un día que es toda la vida, y en ese día se da por
entero al “hijo de sus entrañas”.
Somos sus privilegiadas criaturas que pueden vivir esa experiencia de estar en
Comunión y desde esa Comunión mirar la existencia completa en este día que
vivimos.
Suceden y suceden acontecimientos, y el Señor está
con nosotros en ellos, porque no se olvida, el tiene memoria de nosotros sus
criaturas en las manos con las que nos ha formado, en el seno en el que nos ha
engendrado, en el pensamiento que nos ha concebido, en su voluntad que nos ha
dicho “quiero que existas”.
Suceden las horas y corre en tiempo y el Señor
permanece junto a nosotros involucrado en cada instante, porque Él se compadece
de nosotros porque es nuestra Madre, y nosotros somos el “hijo de sus entrañas”, y eso
significa que se hace cargo de nosotros, que nada de nosotros le es extraño,
ajeno, todo lo hace propio.
Esta experiencia nos ahora la triste y desveladora
experiencia de la desconfianza, del abandono, de una soledad deshabitada, de un
silencio sin música ni voces; de la aterradora experiencia de orfandad y
desvalimiento.
Somos hijos consolados por nuestra condición de
criaturas deseadas y de hijos amados, de los cuales Dios se ocupa hasta en los
mínimos detalles, como lo hace cualquier madre o padre de este mundo.
“No se
inquieten por su vida”
Porque son
mis criaturas…
“No se
inquieten por su vida”
Porque son
mis hijos…
“No se
inquieten por su vida”
Porque la
confianza lo permite todo…
“No se
inquieten por su vida”
Porque la
fe en Mí les provee de todo…
“No se
inquieten por su vida”
Porque el
corazón de sus existencias está hecho para Mí Reino y su justicia…
“No se
inquieten por su vida”
Porque soy
Yo quien les he dado ya la prolongación de sus vidas en la Vida Eterna...
“No se
inquieten por su vida… No se
inquieten por el día de mañana”
La
inquietud por el mañana, por la prolongación del tiempo, tan actual, no
proviene de Dios ni lleva a Dios. El que se inquieta por el mañana, por añadir
inútilmente horas a sus días y días a su vida, renuncia a Dios y se hace
autónomo de Él, queriendo, luchando y trabajando por sí mismo y para sí mismo.
El signo
de esa inquietud se ve reflejado en el trabajo. El trabajo es bueno, pero la
inquietud por el trabajo y su fruto, no. Aunque siempre debemos recordar que el
Padre nos propone el trabajo, pero no para nosotros mismos, aislados del bien
común. La apropiación del trabajo y de sus frutos trae la calamidad a la propia
vida y a la vida común. Es generadora de competencias despiadadas, de
rivalidades y celos, de envidias y avaricias.
Y si no
hay que inquietarse no es por cualquier cosa, sino por la propia vida, la
comida y el vestido.
Estos
ejemplos concretos ponen de manifiesto que esas necesidades básicas, ni aún en
su condición de básicas tienen derecho a preocuparnos. Cuando Adán y Eva
comenzaron a preocuparse por ello, era porque habían cedido a la tentación de
tomar para sí y, el trabajo se convirtió en penoso y fuente de sufrimiento,
porque con ello se aislaron del plan de Amor de Dios, que no puede crearnos y
desentenderse de nosotros.
“No se
inquieten por su vida… No se
inquieten por el día de mañana”
Porque sos
creatura salida de las manos del Padre... Y nuestro corazón se afianza en la
confianza que: “El
Señor fue mi apoyo; me sacó a un lugar espacioso, me libró, porque me ama.” Sal 17, 19-20. Y, “Confíen
en Dios constantemente, ustedes, que son su pueblo, desahoguen en él su
corazón, porque Dios es nuestro refugio.”
Sal 61, 9. Entonces, “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo
demás se les dará por añadidura.”
No
hemos venido a la existencia por pan y vestido, no hemos venido a la existencia
para preocuparnos por nosotros mismos, no hemos venido a la existencia ni
permaneceremos en ella fruto de la preocupación, de la eficiencia, o del
dinero.
Hemos
venido a la existencia para ser parte activa del Reino de Amor y Justicia del
Padre, dejándonos amar con delicadeza, amándolo a Él con gratitud de hijos
sorprendidos por tanto amor y, amando a nuestros hermanos que coexisten con
nosotros en el día a día, sobre todo el desvalido, desprotegido, olvidado, el
despreciado, porque es con nuestra atención, nuestro tiempo, nuestras manos,
con nuestra mirada, con nuestra ternura hecha gestos de afecto, con nuestro pan
compartido porque Dios lo provee en la medida en que lo damos, –nunca vi a una
madre poner en las manos llenas de su hijo algo más de lo que ya tenía-, a
manos vacías de dar, manos llenas para dar.
Eso
debemos buscar en todo lo que nos involucremos, otra preocupación sería estar
fuera de foco de la razón y sustento de la existencia.
Porque,
“Los
hombres deben considerarnos simplemente como servidores de Cristo y
administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se pide a un
administrador es que sea fiel.”
P. Sergio-Pablo Beliera
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