“Yo soy
la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el
que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” Es la gran afirmación y la gran pregunta para hacerse
esta última semana de Cuaresma.
Hablar
de resurrección al mundo contemporáneo. ¿Cómo?
¿Desde dónde?
No
es tan obvio para el mundo contemporáneo la experiencia de la resurrección aquí
y ahora, por más que ella suceda delante de nuestros ojos y entre nosotros más
de lo que somos capaces de percibir y reconocer.
Sin
embargo, ¡que angustiosa y que delirante es la existencia humana sin un creer
en la resurrección como obra de la fe!
¿Qué hacer con nuestras angustias de
muerte? ¿Qué hacer con nuestras angustias frente a la muerte inevitable? ¿Qué
hacer frente al dolor y el sufrimiento injusto que acucia a tantos
contemporáneos? ¿Cómo tolerar nuestra fragilidad frente a la enfermedad, frente
a los problemas inter-relacionales?
Para
algunos es la negación, el olvido o la indiferencia el camino. Que al aceptarlo
como solución, no hacemos otra cosa que experimentar la ausencia de solución. Y
la angustia un día u otro vuelve.
Estamos
los que pedimos el amparo de Dios frente a todos los acontecimientos para que
nada nos pase, ni lo peor en nuestro horizonte, ni lo más insignificante que
logra descolocarnos. Ahí gritamos con Marta y María: “Señor, el que tú amas, está
enfermo”. “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto…”.
Necesitamos
escuchar una respuesta novedosa, que nuestros oídos no alcanzan a escuchar, y
que Jesús nos anuncia: “Esta enfermedad no es mortal; es para
gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”.
Esto
es:
-
La
existencia del hombre es mortal pero no es su destino la muerte.
-
Todo es
para gloria de Dios porque la gloria de Dios es que el destino del hombre.
-
Todo es
para que creyendo en Jesús, Hijo de Dios, glorifiquemos su humanidad y
divinidad liberadoras de las ataduras de la muerte y del pecado.
Todos nosotros
necesitamos esta respuesta, pero acogida en el corazón de nuestras existencias.
Dios no quiere nuestra muerte sino nuestra vida, pero no sólo para un futuro,
sino para el presente.
No negamos ni el
dolor de la enfermedad, ni la angustia de la muerte, sin esa negación tenemos
una gran oportunidad de afirmación de que es vivir y que es realmente morir,
que es creer y que no es creer.
Las palabras del
profeta Ezequiel no son un simple consuelo espiritual para no caer en la
desesperación, sino una experiencia vivida, hecha carne en la existencia de los
hombres que creen en Dios: “Yo voy a abrir las tumbas de ustedes, los
haré salir de ellas, y los haré volver, pueblo mío, a la tierra de Israel. Y
cuando abra sus tumbas y los haga salir de ellas, ustedes, mi pueblo, sabrán
que yo soy el Señor. Yo pondré mi espíritu en ustedes, y vivirán; los
estableceré de nuevo en su propio suelo, y así sabrán que yo, el Señor, lo he
dicho y lo haré”.
Nuestras tumbas hoy
son abiertas.
Hoy salimos de nuestras
tumbas.
Volvemos hoy a Dios
como pueblo suyo.
Hoy sabemos que en
Jesús Dios es el Señor de la vida y de la muerte.
El espíritu de Dios es puesto en
nosotros y experimentamos como la vida vuelve a nosotros.
Hoy sabemos que
Dios dice y hace lo que es bueno para el hombre.
No
podemos vivir bajo los parámetros de nuestra limitada percepción de los
acontecimientos, del sentido de la vida. Necesitamos esta revelación interior,
que proviene desde el interior porque en ese interior es donde Dios ha venido a
habitar. La lógica, si podemos llamarlo así, es muy distinta: “…si
el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a
Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo
Espíritu que habita en ustedes.”
Y,
¿cómo recibimos ese Espíritu de vida que
resucitó a Jesús, cómo es que somos habitados por Él?
La
respuesta es tan directa que nos cuesta aceptarla desde el principio…
Jesús
al venir a nosotros no se ausenta de nuestras existencia aún a la distancia y
el tiempo, porque ¿qué son las distancias y el tiempo para Aquel que creemos es
Dios? Si Él ha venido a nuestro tiempo rompiendo todas las distancias, su
presencia es total y definitiva. A fin de cuentas si Jesús amaba a Lázaro,
Jesús permanecía junto a Lázaro, en Lázaro.
Todo
lo que Jesús hace en nosotros y por nosotros proviene de su Palabra, es de las
palabras que salen de la boca de Jesús por las que vivimos, porque esa palabras
penetran en nuestro interior y si hay alguien con el deseo y la voluntad de
acogerlas, se forjará en él una habitación para esa Palabra, que ha venido a
nosotros también a hacerse de nuestra carne. “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna”.
“Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre
me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me
has enviado… ¡Lázaro, ven afuera!”
Es claro que por la Palabra de Jesús, el Hijo Amado, el Hijo Escuchado, los que
creemos en Él podemos experimentar que Él vive en nosotros y que nosotros
vivimos por su Palabra.
La
medicina del consuelo de la palabra de otro que es tan aceptada entre nosotros
hoy, espera que nosotros volvamos una y otra vez a creer que la Palabra de
Jesús pronunciada, escuchada, acogida y habitante de nuestras existencia tiene
el vigor, la fuerza y la vida de hacernos resucitar aquí y ahora, para no morir
jamás de muerte definitiva. “…creyeron en él”, con estas
palabras termina el Evangelio de hoy. ¿Creemos
también en Él?
Los
deseos de los discípulos, los de Marta y María, las preguntas de los parientes
amigos y curiosos, necesitan de la pedagogía de Jesús que ha venido para que el
hombre salga de sus cegueras y acoja la Luz de Jesús, el Espíritu de Jesús, la
Resurrección de Jesús, y desde esta purificación podamos hacer la experiencia
de creer, de creer creyendo.
Y
la gran paciencia y pedagogía de Jesús siempre culmina en hacernos pasar de su
lado, en ser sus colaboradores, en ser servidores como Él, en hacernos
partícipes de la obra de la vida y por eso nos invita hoy: “Desátenlo para que pueda
caminar”.
Vayamos
también nosotros desatados por la fe en Jesús Resucitado y resucitador, a
desatar todas las experiencias de pecado y de muerte que atan y oprimen la existencia
de los hombres.
Padre, te rogamos que tu gracia nos conceda
participar generosamente de aquel amor que llevó a tu Hijo a entregarse a la
muerte por la salvación del mundo.
P. Sergio-Pablo Beliera
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