sábado, 6 de junio de 2015

Homilía Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Ciclo B, 7 de Junio de 2015

Podríamos decir que frente a esta celebración del Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús, se destaca principalmente su Presencia. Esa Presencia, no es un simplemente estar aquí y ahora, un hacerse presente en tiempo y espacio en cada generación. No es una Presencia que simplemente ha traspasado las barreras del tiempo y del espacio, lo cual sólo sería un logro astrofísico. No es la realización de lo soñado en una película de ciencia ficción.
Porque en su Cuerpo entregado y su Sangre derramada, el Señor Jesús, “…a través de una Morada más excelente y perfecta que la antigua -no construida por manos humanas, es decir, no de este mundo creado-, entró de una vez por todas en el Santuario, …por su propia sangre, obteniéndonos así una redención eterna.”
Presencia por lo pronto es el opuesto de Ausencia. Dios no conoce la Ausencia, Él sólo es Presencia. La Ausencia es una experiencia muy humana, que Jesús conoció en carne propia como humano, pero no se quedó con ella, la abandonó toda vez que fue necesario. Sus milagros son un signo vivo de esa renuncia a la Ausencia, porque Dios es Presencia continua. Y más aún su Presencia inamovible en la entrega de la Cruz y su salir del Sepulcro para siempre y penetrar el Cielo con su Presencia definitiva.
Pero la Presencia no es una invasión, un desembarco apabullante. No…, es una brisa suave que se desliza por nuestra existencia. En Dios mismo esa Presencia es el Gozo permanente. Y cuando esa Presencia se mueve como una suave brisa en nuestras existencias las refresca, las mueve, las desplaza a nuevos lugares y tiempos, inimaginables sin su Presencia, pero absolutamente posibles con su Gozosa Presencia.
Jesús ha aprendido de su Padre a preparar su Presencia, no la improvisa[1], dice el evangelio hoy: “El Maestro dice: “¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?”. Él les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario”.”
¿Hoy nuestra Eucaristía ha sido preparada por cada uno de nosotros?
¿Se ha preparado la comunidad de discípulos aquí reunida y ha preparado este tiempo y este espacio?
¿Si el Maestro ha sido cuidadoso de preparar la cena, podría el discípulo prescindir de esa misma actitud?
La Presencia de Jesús en la Eucaristía de su Cuerpo y de su Sangre habla de una delicadeza de amor gratuito, generoso, duradero. Tan así que desde la primera a la última Cena, Él no tomará para sí nada y permanecerá dándolo todo desde esa noche hasta el nuevo amanecer del Reino de Dios. Así lo dice: “Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios”.
El Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús es Presencia amorosa, misericordiosa y gozosa en medio de sus discípulos. Es una Presencia – Cena, que no se interrumpe ya más desde aquella vez. Estamos dentro de esa sala desde la primera vez que Jesús subió a ella. Cada vez que nos reunimos a celebrar la Eucaristía entramos a esa misma ‘sala arreglada’ como el Señor Jesús lo ha previsto.
Cualquier despreocupación por la Eucaristía es directamente una ausencia a esa intención, a esa acción misma del Señor Jesús, que se preocupa por tener un Encuentro con nosotros que nos haga experimentar su Presencia que nos alimenta, nos hace crecer, y no lanza a hacer lo mismo. Recibamos “la herencia eterna que ha sido prometida…”
Esa Presencia del Señor Jesús en su Cuerpo y Sangre, que diluye toda forma de Ausencia, es una toma de conciencia clara y desafiante de lo que ello significa en nuestras vidas de discípulos, porque: “¡cuánto más la sangre de Cristo, que por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, para permitirnos tributar culto al Dios viviente!” Sin esa Sangre, sin ese Cuerpo que penetra en nuestras existencias y no sólo en nuestros cuerpos, nadie puede dar verdadero culto a Dios, porque el único culto agradable al Padre es la Persona de Jesús entregada y resucitada por obra del Espíritu de Dios.
No nos hacemos conscientes de esa Presencia y no nos hacemos Presentes por nosotros mismos, sino por una verdadera acción del Espíritu que obra cambiando nuestro espíritu por el suyo, “para permitirnos tributar culto al Dios viviente” porque lo hacemos como Jesús, “por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios…” porqué Él y el Espíritu “purificará nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte” y viviremos de las obras que son vida, que son el obrar de Jesús Resucitado en su Cuerpo y Sangre, en medio de nosotros y entre nosotros.
Así lo había entendido el pobre de Asís, Francisco, como comenta un autor del siglo pasado: “Sólo el Espíritu puede ajustar nuestra mirada a la visión de Dios. La Admonición 1[2], sobre «El Cuerpo del Señor», la Eucaristía, afirma con fuerza la insuficiencia radical de la mirada terrena, del espíritu carnal, para reconocer al Hijo de Dios. «Diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia...» (v. 17). ¿Cómo podría la sabiduría humana reconocer la presencia de Dios en unas figuras tan sencillas? Para confesar la presencia del Señor de la Gloria en el Mesías humillado que camina hacia el Calvario, para discernir la presencia de Jesús en la insignificancia del pan eucarístico, en el hermano, en el pobre, en el leproso..., es preciso tener unos ojos nuevos, iluminados por el Espíritu. El Espíritu es el único que puede introducir al hombre en el misterio de un Dios que se hizo pobre por amor. El Espíritu es el único que puede escrutar las profundidades de Dios. ¿No es precisamente en estas profundidades donde va a introducir el Espíritu a quien ha aceptado abandonar su sabiduría humana, acorazada con el tener y el poder, y ha abierto su corazón al don de Dios? Todas las veces que describe el paso del espíritu terreno al Espíritu de Dios (1 R 17; 1 R 22; 2CtaF 45-62), Francisco desemboca en la plenitud de la vida de intimidad con Dios.”
Presencia es pues, intimidad transformante del discípulo en su Maestro que entrega su Cuerpo y Sangre, de la carne de discípulo en el Carne y la Sangre de Jesús el Señor, de la impureza del que lo sigue en la Pureza e Integridad del Cuerpo y la Sangre del Hijo Amado.
Entonces sí las palabras del Éxodo cobran todo su sentido interior y de irradiación: “Estamos resueltos a poner en práctica y a obedecer todo lo que el Señor ha dicho” ya que hemos sido purificados en “nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte” y ahora somos vida por el mismo Espíritu que en la Plegaria Eucarística invocamos: te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que se conviertan para nosotros en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, nuestro Señor.” ¿Si creemos esto del pan y del vino, no lo creeremos de nosotros mismos?

P. Sergio-Pablo Beliera




[1] ¡Por Dios! La improvisación que practicamos como despreocupación o culto a la espontaneidad es un imposible… en el hombre de la nada sale nada… Cuando un artista improvisa en su arte, cuando una madre improvisa en la cocina, hacen como Jesús a dicho: “saca de lo viejo y de lo nuevo” y hace algo que ha acumulado sin saberlo y que ahora sólo lo deja salir. Pero no es de la nada, sino de una remota e invisible pero trabajosa preparación de su mente y de su espíritu de donde todo proviene.
[2] Cap. I: Del cuerpo del Señor
1Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí.2Si me conocieran a mí, ciertamente conocerían también a mi Padre; y desde ahora lo conocerán y lo han visto. 3Le dice Felipe: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. 4Le dice Jesús: ¿Hace tanto tiempo que estoy con ustedes y no me han conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn 14,6-9). 5El Padre habita en una luz inaccesible (cf. 1 Tim 6,16), y Dios es espíritu (Jn 4,24), y a Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). 6Por eso no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha para nada (Jn 6,64). 7Pero ni el Hijo, en lo que es igual al Padre, es visto por nadie de otra manera que el Padre, de otra manera que el Espíritu Santo. 8De donde todos los que vieron al Señor Jesús según la humanidad, y no vieron y creyeron según el espíritu y la divinidad que él era el verdadero Hijo de Dios, se condenaron. 9Así también ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por mano del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven y creen, según el espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, se condenan, 10como lo atestigua el mismo Altísimo, que dice: Esto es mi cuerpo y mi sangre del nuevo testamento, [que será derramada por muchos] (cf. Mc 14,22.24); 11y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6,55). 12De donde el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, es el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. 13Todos los otros que no participan del mismo espíritu y se atreven a recibirlo, comen y beben su condenación (cf. 1 Cor 11,29).
14De donde: Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo serán de pesado corazón? (Sal 4,3). 15¿Por qué no reconocen la verdad y creen en el Hijo de Dios? (cf. Jn 9,35). 16Vean que diariamente se humilla (cf. Fil 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18,15) vino al útero de la Virgen; 17diariamente viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; 18diariamente desciende del seno del Padre (cf. Jn 1,18) sobre el altar en las manos del sacerdote. 19Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan sagrado. 20Y como ellos, con la mirada de su carne, sólo veían la carne de él, pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían que él era Dios, 21así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero. 22Y de este modo siempre está el Señor con sus fieles, como él mismo dice: Vean que yo estoy con ustedes hasta la consumación del siglo (cf. Mt 28,20).

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