El hombre moderno vive bajo la creencia que su capacidad
de conocimiento es proporcional a su deseo. Y que puede decir de forma acabada
que es tal o cual cosa y quién y cómo es tal persona. No es difícil confundir
opinión con conocimiento, saber son acumulación de datos, ver por una pantalla
que estar en la realidad.
El conocimiento, aplicado a la persona humana, puede ser
para algunos un punto de llegada y en el cual nos establecemos, o una puerta
que se abre detrás de la cual hay un camino que recorrer con tiempo y sin
pretensiones de llegar alguna vez a su fin por sí mismo.
Con Jesús nos pasa algo de todo esto. Podemos saber
muchas cosas sobre Él si hacemos un camino sincero de búsqueda en la Palabra,
en la Historia de la Salvación, en el Magisterio de la Iglesia, en la
experiencia de los Santos que lo han seguido fielmente. Pero debemos aceptar
que no tendremos nunca, mientras dura el camino de esta vida que vamos
viviendo, un conocimiento acabado y último.
Podemos decir sobre Él, pero ese decir es continuo. Si
nos entusiasma esta experiencia vamos bien y disfrutaremos del recorrido. Si
nos desanima es que el estado de dominio se ha apoderado de nosotros y de
nuestro imaginario, y la experiencia empieza a parecernos frustrante.
Siempre podemos aproximarnos a Jesús y decir: es cómo… se
parece a… como hicieron sus contemporáneos: “Algunos dicen que eres Juan el
Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas”… No estaban
lejos pero no habían llegado al final.
Siempre Jesús nos volverá próximos a Él, íntimos y
cercanos, vivir con Él, estar con Él, ese es su deseo más profundo, su llamada
siempre. Y entonces podremos recibir la pregunta incisiva: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy
yo?”… Esa intimidad debe pasar siempre por esa pregunta de Jesús,
directa al corazón, a la experiencia vivida con Él, a la intimidad alcanzada, a
la relación interpersonal de intercambio de vida con Él, a nuestros deseos
expuestos a Él y puestos en juego en su persona…
No podría ser de otra manera. Nuestra relación viva con
Jesús tiene que pasar una y otra vez por la pregunta que Él mismo nos hace: “Y
ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Un discípulo que no quiere exponerse
a esa pregunta, que rehúye de ella, que se siente mal frente a ella, no está
haciendo el camino necesario.
Esa pregunta es una bendición que nos abre el camino de
una profunda y sincera exploración en la relación con el Señor Jesús. Y una y
otra vez debemos degustar la respuesta que el mismo Pedro en nombre de todos a
dado y sigue dando, para que la hagamos nuestra: “Pedro respondió: “Tú eres el
Mesías”.” Es una respuesta que lo dice todo, pero al contener un todo,
necesita ser desglosada, abierta, explorada para no caer en el abismo de la
proyección de deseos humanos, de realizaciones humanas inacabadas o
inapropiadas, para que no sea comparada con otra cosa que la misma experiencia
de Jesús sobre eso que Él es y quiere compartir con nosotros.
“Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía
sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y
les hablaba de esto con toda claridad.”
Sin duda que lo más interesante de todo viene contenido
en esa explicación, en esa aclaración luminosa y fulminante que Jesús nos hace
a todos una y otra vez, ‘podés esperarlo
todo de mí, es verdad, pero deberás recibirlo de una forma sorprendente que
incluye lo inesperado y doloroso de abrirse paso por donde rehuimos hacerlo habitualmente,
así que escúchame atenta y despojadamente’…
Cuando Jesús es definido por nuestra experiencia con Él,
como la realización de todas nuestras expectativas y la concreción de todas las
posibilidades, es importante que nos desprendamos de toda fantasía, de toda
complacencia y comodidad. Porque así como conocer de verdad a alguien es
siempre una experiencia sorprendente, conocer a Jesús y saber que podemos
esperar y concretar con Él no deja de serlo también. Ojo que “…tus
pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.
El conocimiento de Dios viene a nosotros siempre por el
desconocimiento confiado de lo que pretendemos saber de Él y eso implica para
el hombre una experiencia dolorosa pero reveladora. Es así, lo ha sido así y lo
será así. Es lo que esa sentencia infinitamente inspiradora debe ser para
nosotros en principio de nuestra relación interpersonal con Dios en la persona
de Jesús:
“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí
mismo,
que cargue con su cruz y me siga.
Porque el que quiera salvar su vida, la perderá;
y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la
salvará”.
Esta es la puerta y el camino de acceso a una relación
pura, íntima y verdadera con Dios en la persona de Jesús. Otro camino no nos
conducirá al fin. Este sí…
Muchas veces nos resistimos. Increíblemente aceptamos
años de estudio para poder comenzar a ejercer una profesión, sabemos de las
horas y sacrificios personales que implica una búsqueda científica, sabemos por
experiencia que se requieren años de desprendimientos y redescubrimientos para
sostener un amor entre esposos e hijos, horas de cocina para una buena comida,
innumerables horas de planificación para una edificación… Y pretendemos que con
la simple buena intención y deseo podamos adquirir un conocimiento de la
persona de Jesús, una intimidad acabada con Él y una felicidad plena.
Necesitamos caminar con Jesús a su paso,
Desprendiéndonos de nuestra imaginación, deseos y
pretensiones,
Abriéndonos de par en par sin retaceos y poniendo nuestro
pies sobre su huella,
Nuestra mente sobre su mente y nuestro corazón sobre su
corazón,
Sin aferrarnos al dominio, sino a la gratuidad,
Abrazando la incondicionalidad de la Novedad de Jesús que nos trasciende y
plenifica, ya que toda nuestra alma, nuestra mente, nuestra psiquis, nuestro
corazón, nuestra sensibilidad, nuestras posibilidades, adquieren la dimensión
de su persona siempre. Quedan atrás nuestras pobres medidas para alcanzar la
altura y anchura de Jesús el Esperado-Enviado-Actuante. ¡Qué inapreciable es tu
misericordia, Señor! Los hombres se refugian a la sombra de tus alas. (cf.
Sal 35, 8)
Por ahí sí que palabras y vida irán en un mismo sentido y
en vez de aferrarnos a ideas, estaremos abrazando plenamente la persona de
Jesús y las necesarias consecuencias de esa relación incomparable e
insustituible. Porque: “El Señor abrió mi oído y yo no me resistí
ni me volví atrás.”
“Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi
fe”. Y la gran obra de la fe es poner por obra
una relación viva con Jesús que ponga todo en sintonía con las posibilidades y
consecuencias de esa relación amorosa.
Míranos, Dios nuestro, creador y Señor del universo, y
concédenos servirte de todo corazón, para experimentar los efectos de tu amor.
P. Sergio-Pablo Beliera
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