Quisiera comenzar esta meditación resaltando un aspecto
de la oración colecta de hoy, que llamó mi atención. Dice ese fragmento de la
oración: “Padre nuestro, que acompañas bondadosamente a tu pueblo en la fiel espera
del nacimiento de tu Hijo…”
El Padre Dios es quien nos
acompaña con su bondad mientras esperamos el nacimiento de su Hijo engendrado
en el seno de María. El Padre se pone en un rol activo de acompañar, pero no a
su Hijo, sino a nosotros su pueblo. Él permanece a nuestro lado mientras los
misterios de la salvación se despliegan a favor de su pueblo. Ya que Él nos ha
prometido desde antiguo “Yo seré tu
Dios, y tu serás mi pueblo”.
Solo Dios puede acompañar lo
que significa e implica la espera de Dios mismo. Dios Padre espera con nosotros
ansiosamente la venida de su Hijo, sus brazos ya están extendidos, su mirada
fija en el horizonte, su corazón dispuesto y colmado de alegría por la
generosidad del Hijo que viene, del Hijo que se abaja, del Hijo que se dona por
entero, por amor a su Pueblo haciéndose uno de su Pueblo.
No es una mera espera humana
surgida de nuestros mejores deseos o de nuestra frustración, sino que es una
espera sustentada en la espera del Padre, es una espera divina que late en
nuestro interior al unísono con el corazón del Padre. “¡El Señor, tu Dios, está
en medio de ti…!”
Este doble motivo: el Padre que
espera con nosotros y el Hijo que viene a nosotros, son los que provocan,
originan y sustentan “festejar con alegría su venida y alcanzar el gozo que
nos da su salvación”. No es una celebración humana más, sino la celebración
gozosa del Cielo y de la tierra del cielo en nuestras vidas de creyentes.
No se puede permanecer en la
indiferencia frente a semejante don, frente a semejante motivación, frente a
semejante oportunidad. Una vez más el hombre recibe la medicina que lo hace
dejar de pensar en sí mismo y gozar de la Presencia de Dios y de su obrar en
medio de nosotros.
La espera del Padre y nuestra
esperanza se unen y hacen que ambos expresen su alegría. “¡Grita de alegría, hija!
¡Aclama! ¡Alégrate y regocíjate de todo corazón, hija!” Y por otro lado, “Él exulta de alegría a causa de ti, te
renueva con su amor y lanza por ti gritos de alegría, como en los días de
fiesta.”
Con estos motivos más que valederos y experimentando ya
una gran libertad interior, ya no nos
angustiamos facilmente por nada, y, en cualquier circunstancia, empezamos a
recurrir a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para
presentar nuestras peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo
lo que podemos pensar, comienza a tomar bajo su cuidado nuestros corazones y
pensamientos introduciéndonos en el corazón y los pensamientos de Cristo Jesús.
Este es ya el comienzo de la promesa anunciada por Juan: “…viene
uno… él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego…”.
Gozándonos por la venida del Hijo, ya comenzamos a
gozarnos de la obra del Hijo en nosotros su pueblo. La obra del Hijo que viene
es bautismo en el Espíritu Santo y encendernos en su fuego.
El Hijo que viene, viene para bautizarnos en el Espíritu
Santo, esto es para cambiar “nuestro corazón de piedra por un corazón de
carne como el suyo” y hacernos hijos de Dios, porque sólo el espíritu
unge a los hombres como hijos de Dios, así como el Espíritu descendió sobre
María y la cubrió con su sobra para engendrar al Hijo de Dios. Los hijos de
Dios tiene el corazón reblandecido para escuchar y poner en práctica la
voluntad amorosa del Padre.
Y bautizados en el fuego de la Caridad de Dios que nos
abraza por enteros y nos purifica de todo lo que no es Dios en nuestros
corazones y en nuestra conducta, haciéndonos a nosotros mismos caridad para
Dios y para nuestros hermanos, porque fuimos hechos para amar a Dios como Él
nos ama, y amar a nuestros hermanos como Él nos ama a nosotros. Es el fuego que
nos hace amar a Dios “con todo nuestro corazón, con toda nuestra
mente, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra vida”.
Bautismo en el Espíritu Santo en el que el Hijo nos hace
decir con Él: “El Espíritu del Señor está sobre mí; él me envió a llevar la Buena
Noticia a los pobres.”
Por eso: “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a
insistir, alégrense, pues el Señor está cerca.”
P. Sergio-Pablo Beliera
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