HOMILIA 5º DOMINGO
TO, CICLO A, 5 DE FEBRERO DE 2017
Estamos
invitados a hacernos parte de la llamada de Jesús. Llamados a hacernos sujetos
de esta llamada: “Ustedes son la sal de la tierra”.
¿Quiénes son estos llamados?:
“los
que tienen alma de pobres”, “los pacientes”, “los afligidos”, “los que tienen
hambre y sed de justicia”, “los misericordiosos”, “los que tienen el corazón
puro”, “los que trabajan por la paz”, “los que son perseguidos por practicar la
justicia”.
En
la medida que permanecemos como tales, no perdemos nuestro sabor. En la medida
que no escondemos la luz de nuestra propia realidad dura transformada, no nos
hacemos tinieblas.
No
podemos apropiarnos de esta llamada, ni por herencia de otros, ni por logros
pasados, ni por un status adquiridos. Necesitamos perseverar en aquello que nos
ha hecho sujetos de esta llamada que nos hace sal y luz.
Las
obras buenas que Jesús no invita a realizar tienen su fuente en nuestra propia
carne. O sea, salen de nuestra propia persona porque da de sí. No consisten en
hacer cosas por los otros sino, de cubrir las necesidades del otro con lo
propio, con lo que somos y tenemos para nosotros mismos. En eso consiste la
originalidad de Dios desde el principio y, renovada en Jesús que da su propia
vida, como el Padre que da al propio y único Hijo. Porque Dios nos salva no
salvándose a sí mismo y dando de sí mismo lo más amado. Por eso con san Pablo
decimos: “…no quise saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado.”
Este
modo puede sorprendernos o parecernos imposible. Sin duda imposible a nuestras
fuerzas, imposible a nuestra imaginación, imposible a nuestras previsiones,
imposible a nuestros cálculos, imposible a nuestro egoísmo... Pero, posible
para Dios que en Jesús lo hace todo nuevo, para que todos los imposibles
humanos se vuelvan posibles en este mundo y en el futuro.
Como
tan bien lo dice Isaías hoy: “Compartir tu pan con el hambriento y
albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no despreocuparte
de tu propia carne.”
“Tu
pan”, el pan de tu mesa, que comes tu mismo y los tuyos. Eso es lo que hace la
diferencia. El pan que compraste para vos mismo con tantas ganas, ese pan estas
llamado a partir con los que tienen hambre. El mismo pan partido y compartido.
Como debería ser el de nuestras Eucaristías.
“Tu
techo”, es aquel en que estás llamado a albergar a los pobres que no lo tienen.
No en otro techo, en tu casa, esa que construiste, esa que soñaste y
alcanzaste, en esa misma casa tiene que entrar el pobre. Eso marca la
diferencia de sabor y es lo que da luz. Como debería ser en nuestras
Eucaristías, donde un mismo techo alberga a unos y otros sin ninguna
diferencia.
“Tu
ropa”, esa misma que llevas puesta y que te hace sentir cómodo y agradable. La
misma ropa que viste tu cuerpo es con la que debes vestir a tu hermano desnudo.
No una especial para él, sino aquella que es especial para vos mismo y con la
que cubrís tu propia carne. Como debería ser en todas nuestras Eucaristías en
las que todos somos revestidos de Cristo.
Y
si nos da miedo, o si nuestros pensamientos racionalistas nos persiguen, no te
pide Dios, ni que tengas hambre, ni que vivas en la calle, ni que te quedes
desnudo… Debes preocuparte de las necesidades de tu hermano sin “despreocuparte
de tu propia carne”, porque lo que es indigno para tu hermano que sufre
es indigno para ti mismo, y viceversa. Hay que permitirle a Dios hacer lo imposible,
perdiendo los miedos y seguridades propias.
No
llama la atención que el rico de al pobre, sino que el pobre de al pobre y al
rico de lo que tiene para sí. No se nos pide invertir roles, sino que a nadie
le falte de lo que necesita como lo necesito yo mismo.
Así
lo ha hecho Jesús y el Padre. Y por eso este estilo nuevo es el que nos inspira
y nos llama: “Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en
ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que
está en el cielo.”
P. Sergio Pablo Beliera
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