“Que el Señor te bendiga
y te proteja.
Que el Señor haga brillar
su rostro sobre ti
y te muestre su gracia.
Que el Señor te descubra
su rostro
y te conceda la paz”.
Esta antigua y tan significativa bendición judía, se hace
plena realidad en María, la mujer elegida por el Padre para obrar por medio del
Espíritu Santo el nacimiento de su Hijo Amado, que será llamado Jesús, nuestro
Salvador.
María, es bendecida con su condición de Madre de Dios,
algo impensado e inimaginable para una creatura aún cuando esta sea mujer.
María, con esa bendición de ser Madre del Hijo de Dios,
fue desafiada por una realidad, por un acontecimiento que rebasaba los límites
de cualquier comprensión, aún la creyente.
Es el desafío de trascender, de ir más allá de los
límites que somos capaces de concebir, en las fronteras de una conciencia y una
fe que nos guía paso a paso, sin avasallarnos con su voz ni su luz. Sino
iluminando paso a paso un sí, un hágase en mí, un dejarse cubrir por la sombra
del Espíritu, y a partir de allí dejar a Dios confirmar la llamada a ser
fecundos, fértiles, dadores de vida.
María, desde un lugar remoto, se anima a dar una
respuesta que supera su comprensión, y que quedará reflejada en el ‘leitmotiv’
de su propia historia: “María conservaba estas cosas y las meditaba
en su corazón.”
Esa experiencia de conservar y meditar en su corazón, la
hace siempre como Madre, y como Madre de Dios, una llamada que la desafío y nos
trajo vida.
Es la llamada y la vivencia de la Maternidad Divina.
Maternidad Divina que María experimenta primero de Dios y su Espíritu, que la
conciben como tal y la fecundan de manera singular. Sería una experiencia
imposible de asumir sin la experiencia de un Dios que maternamente nos concibe
y maternamente nos da a luz y nos hace crecer. Y lo hace por el influjo de su Espíritu
de Vida y Santidad que descienden al corazón creyente de María haciendo en ella
nuevas todas las cosas.
Expresiones tan directas y contundentes como las que han
conservado las Escrituras, hablan de esa Maternidad de María asumida con total
realismo:
“Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer…”
“…encontraron a María, a José y al recién nacido acostado
en un pesebre.”
María es en todas las Escrituras, Madre, primordialmente
Madre y, Madre del Hijo del Padre.
Esta condición de Madre de Jesús el Hijo Amado del
Altísimo y Salvador del mundo, es inmensa pero no deja su normalidad. Es vivida
en una extraordinaria normalidad, que también es parte del asombro y de la
admiración que nos produce y que honramos con nuestra fe.
La grandeza de la llamada y la normalidad como es vivida,
forman un conjunto inseparable que sorprende y a la vez descansa.
Una llamada extraordinaria y una normalidad de vida que
desde María, nos desafían en la escucha de nuestra propia llamada y la
normalidad que ella debe conllevar.
María, no pierde su vocación trascendente y a la vez su
vocación a la normalidad. O sea, que la realidad en la que vivimos inmersos
como María, incluyen una trascendencia que nos pone cara a cara con Dios y cara
a cara con el día a día de todos los hombres en camino.
María, quiere vernos como madres que miran a Dios en este
año que comienza. María, quiere vernos madres que miran la tierra y sus
desafíos en este año que comienzan.
María, seguirá siendo la Madre de Dios en la historia que
en este tiempo como hijos adoptivos de Dios escribimos con nuestro si y nuestra
sangre. Vocación regalada y vocación trabajada como María Madre de Dios.
María, como Madre de Dios es Madre de Misericordia, como
le rezamos habitualmente, la irradia en nuestras vidas con esta maternidad que
nos cobija, nos acuna, y nos pone de pie para que revestidos de misericordia,
seamos misericordiosos como Ella lo es a imagen y semejanza del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo.
Padre, que por la fecunda virginidad de
María otorgaste a los hombres la salvación eterna, concédenos experimentar la
intercesión de aquella por quien recibimos al Autor de la vida, Jesucristo, tu
Hijo.
P. Sergio-Pablo Beliera
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