domingo, 23 de diciembre de 2012

Homilía 4º Domingo de Adviento, Ciclo C, 23 de diciembre de 2012


Homilía 4º Domingo de Adviento, Ciclo C, 23 de diciembre de 2012
La expresión “mantenerse de pie”, pone de manifiesto una actitud deseable, aunque no siempre fácil de sostener a largo plazo. Mantenerse de pie es, o una actitud creyente o una actitud de orgullo, es una actitud de humilde decisión o de testaruda fuerza de voluntad propia. Mantenerse de pie, es una actitud que nace de lo que llevamos en la mente, en el corazón, en el alma, en la experiencia de vida.
Necesitamos ser hombres y mujeres creyentes, familias creyentes, comunidades creyentes, sociedades creyentes que se mantengan de pie, erguidos frente a los vientos desventurados del presente, de pie frente al cúmulo de experiencias desesperantes del pasado, erguidos de cara al futuro que proviene de las manos de Dios.
Nos mantenemos de pie como humilde decisión de espera porque Dios vino, viene y vendrá. Nos mantenemos de pie, como creyentes que se mueven hacia Dios a pesar de sí mismo y de su entorno.
Cuando todo se derrumba, nosotros nos mantenemos de pie por la fuerza atractiva de Dios. Cuando todo se quiebra nos mantenemos de pie susurrantes de la voluntad del Padre que se manifiesta en el obrar de su Espíritu. Cuando todo se nos escapa de las manos, nos mantenemos de pie a la escucha de una voz que asoma entre el bullicio de las voces de la derrota. Cuando ya no damos más, nos mantenemos de pie con la mirada puesta en el horizonte que genera Dios y no las expectativas humanas.
Nos mantenemos de pie como pequeños, como niños que confían en su Padre. Como pequeños en los que la vida obra su crecimiento secreto y silencioso, pero decidido y cierto. Tan pequeños entre tantos que se consideran grandes y, que tal vez lo sean, pero por obra propia y no de Dios. ¿Qué pequeñez que obra vida me inspira el Espíritu de Dios para estos tiempos? ¿Qué crecimiento puede obrar Dios?
“Tú, Belén Efratá, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti, me nacerá el que debe gobernar a Israel…” Nuestra pequeñez proveniente de ser los pequeños, los niños del Padre, que engendra en nosotros un nacimiento. Una vida crece en nuestra pequeñez, en nuestra niñez en los brazos del Padre.
Esa pequeñez de la que nace la vida, es Jesucristo creciendo en nosotros y dándonos el crecimiento a su medida. Crecemos con su mentalidad o nos ideologizados. Crecemos con su corazón o nos hacemos pura epidermis y no nervio conductor. Crecemos con su alma o nos inventamos una espiritualidad. Crecemos con su experiencia o nos volvemos inmaduros haciendo múltiples experimentos que no conducen a nada.
“Él se mantendrá de pie y los apacentará con la fuerza del Señor…” Eso es, Jesucristo puesto de pie en nuestra existencia común de matrimonio, familia, comunidad, sociedad… Él de pie en mí, Él de pie en mi hermano, Él de pie en la historia. Él de pie a pesar de nosotros y de mí…
Es Jesucristo quien puede apacentarnos desde dentro de todos los vínculos establecidos. Apacentándonos no con la fuerza de un poder humano pasajero, sino con el poder de la fuerza del Señor de la historia y de la vida.
Esta es la experiencia de María y de Isabel. Dos mujeres… Una en la fragilidad de su juventud, la otra en la fragilidad de su vejez… Ambas portadoras de la vida que nace en su pequeñez.
"¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor".
Mujeres creyentes de pie ante el obrar del Espíritu de vida. Felices de que el Padre cumple su palabra, su designio, su obra… Ellas dejan decir en su propio cuerpo, en su propia historia a Jesús: "Aquí estoy, yo vengo para hacer tu voluntad" Es Jesús que en ellas hace la voluntad del Padre, se hace voluntad del Padre. Es Jesús que pide nuestros cuerpos y nuestra historia para decir hoy: "Aquí estoy, yo vengo para hacer tu voluntad"
Somos llamados a permanecer de pie, sostenidos por su permanecer de pie en nosotros diciendo al Padre y al mundo con la esperanza irrefutable: “"Aquí estoy, yo vengo para hacer tu voluntad"… Y en virtud de esta voluntad quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre.”
Con María e Isabel, no hacemos fuerza, nos hacemos fuerza de Dios en nuestra pequeñez por la fuerza de Jesús en nosotros. “Y en virtud de esta voluntad quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre.” Creo y espero…


P. Sergio Pablo Beliera

domingo, 16 de diciembre de 2012

Homilía 3º Domingo de Adviento, Ciclo C, 16 de diciembre de 2012


Homilía 3º Domingo de Adviento, Ciclo C, 16 de diciembre de 2012
“Él exulta de alegría a causa de ti, te renueva con su amor y lanza por ti gritos de alegría, como en los días de fiesta.” Estas palabras del profeta Sofonías, ponen de manifiesto lo que son las entrañas de Dios. Dios exulta… pone de manifiesto, muestra de manera palpable su alegría, su gozo… Dios renueva… restablece, reanuda, da nueva energía y transforma con su amor… Dios lanza gritos, alza su voz, se hace escuchar en su alegría… Si estos son los sentimientos de Dios en la hondura y espesura de su ser íntimo para con nosotros, ¿cómo no corresponder a ellos?. Si para Dios significamos semejantes expresión de sentimientos, ¿qué implica esto para nuestras vidas?. Dios no esconde su firme y tierna debilidad por su obra. Dios conmueve sus entrañas y es vulnerable a la existencia de cada uno de nosotros. Conmueve su tierna y pública debilidad por sus creaturas, eso es Dios, eso es ser Dios… ¡Cómo no amar a un Dios que ama así!
¿Podríamos decir que esos son nuestros mismos sentimientos para Dios? ¿La presencia de Dios en nuestras vidas, puede decirse que va acompañada de estos sentimientos? ¿Qué sería de nuestra existencia cotidiana si nos inundaran estos sentimientos con Dios?
Frente a nuestra debilidad nos hacemos concientes: “… pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego…” Ese es Jesús… es Él por quien el Padre tiene estos sentimientos, sobre todo por Él: “Él exulta de alegría a causa de ti, te renueva con su amor y lanza por ti gritos de alegría, como en los días de fiesta.” Su existencia ha sido una respuesta a imagen y semejanza de los sentimientos del Padre. Él es el que viene… Él es el más poderoso en su amor… Él es el verdaderamente digno por su amor abajado… Él es el que nos sumerge en el Agua Pura que renueva y vivifica… Él es el que enciende con el fuego de su compasión los corazones sin pastor…
Esta relación entre el Padre y el Hijo Jesús, es la que mueve la relación que Dios tiene con nosotros como pueblo y con cada uno de nosotros como creaturas. Él origen y el sostén de la relación y los sentimientos que Dios tiene con nosotros es la misma relación y sentimientos que el Padre y el Hijo comparten. Por eso mismo esa relación y sentimientos para con nosotros son inalterables y pueden mover a una respuesta adecuada y digna del amor con el que somos amados.
Eso sostiene la invitación de Dios mismo a la conversión. Sin estos sentimientos que mueven a Dios, nuestra conversión es imposible. Esos sentimientos son los que hacen surgir la pregunta: “¿qué debemos hacer?”. Pregunta que refleja una permeabilidad a los movimientos de Dios. Pregunta sostenible solo en la debilidad de Dios por su Hijo y por nosotros.
“¿qué debemos hacer?” “¿qué debemos hacer?” “¿qué debemos hacer?” Se preguntan los hombres frente a la llamada a la conversión. Nos preguntamos nosotros frente a la llamada a nuestra conversión. Quiero, queremos, convertirnos a este Dios que tiene estos sentimientos por su Hijo, por sus hijos…
“¿qué debemos hacer?” El que tenga… dé… Dar y dar sin pausa y sin restricciones.
“¿qué debemos hacer?” No exijan de más… Solo lo justo y necesario que corresponda.
“¿qué debemos hacer?” No extorsionen a nadie… Viviendo al servicio y no sirviéndonos.
“¿qué debemos hacer?” Vivir en la Caridad del Padre. Vivir en la Caridad de Jesús. Vivir en la Caridad del Espíritu de Amor.
Lo que debemos hacer se esconde y se pone a la luz a la vez, en los sentimientos de Dios. Alegrarse a causa del otro… Renovar con el Amor de Dios todas las realidades… Lanzar gritos de alegría por la presencia de los que nos rodean…
Lo que debemos hacer nace de la Caridad, vive en la Caridad y se expresa en la Caridad. Fuera de la Caridad nada, dentro de la Caridad todo. La Caridad es el máximo horizonte del hombre donde nos volvemos totalmente a Dios. A la vez la Caridad es el principio de todo comienzo de acercamiento sincero y seguro hacia nuestros hermanos y Dios mismo.
Convirtámonos a este espíritu: “Alégrense siempre en el Señor... Que la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor está cerca. No se angustien por nada y, en cualquier circunstancia, recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús.”

P. Sergio-Pablo Beliera

domingo, 9 de diciembre de 2012

Homilía 2º Domingo de Adviento, Ciclo C, 9 de diciembre de 2012


Homilía 2º Domingo de Adviento, Ciclo C, 9 de diciembre de 2012
La dispersión forma parte de unas de las experiencias más dolorosas para la humanidad y más aún para el pueblo de Dios. Es la dolorosa experiencia que rompe nuestra unidad fundamental y nos disgrega en partes que de ninguna manera pueden ser el todo que formaban antes.
La dispersión, se vive como un duelo, porque se considera una pérdida irreparable, la muerte ha hecho su obra y nos experimentamos separados para siempre, es una pérdida de vida real y palpable que de alguna manera quisiéramos recuperar. Se vive con aflicción, como nos experimentamos afectados no solo personalmente sino como cuerpo, como comunidad viviente. La aflicción es como una herida profunda que toca los órganos vitales, un dolor que no se acaba nunca.
Si a nosotros esta experiencia de dispersión nos resulta intolerable, cuanto más a Dios que nos creó desde la Comunión y para la Comunión. Dios no tolera nuestra dispersión e ingeniosamente trabaja cada día para devolvernos a la Comunión. Está dispuesto a grandes obras de ingeniería: “Porque Dios dispuso que sean aplanadas las altas montañas y las colinas seculares, y que se rellenen los valles hasta nivelar la tierra, para que Israel camine seguro bajo la gloria de Dios. También los bosques y todas las plantas aromáticas darán sombra a Israel por orden de Dios, porque Dios conducirá a Israel en la alegría, a la luz de su gloria, acompañándolo con su misericordia y su justicia.” Impresionan estas palabras cuando son tomadas ene serio, cuando uno se hunde en la experiencia profunda de quien lo promete y está dispuesto a realizarlo. Algunos aún piensan que Dios ha claudicado, se ha rendido frente a nuestra frustración, frente a nuestra miseria evidente.
Basta con un hombre dispuesto para que todos los poderes que se oponen a la Comunión y la Unidad, comiencen a ser como nada: “El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto.” Así se entienden estas palabras del Evangelio. Un hombre bien dispuesto, bien preparado, templado y forjado en la soledad de la Comunión con Dios en medio de todas las adversidades, un hombre sin aditamentos, sin pesos y cargas excesivas. A ese Dios dirige su palabra, en ese Dios pone su atención, desde allí Dios puede comenzar un movimiento que revierta el proceso de degradación a la que se ve expuesto su pueblo. Dios no claudica frente a los poderes humanos, se sobrepone desde el remoto desierto y avanza con un solo hombre.
Eso es Juan para Dios, un hombre preparado para asumir la experiencia de restablecer la comunión, de convocara a otros hombres: “Éste comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados… Entonces, todos los hombres verán la Salvación de Dios”.
Comunión que comienza rompiendo nuestra dispersión interior. todo lo que se ha establecido en el interior de cada hombre y que hiere y lastima la Comunión con Dios. Que anida en el interior, en la mirada interior, en la escucha interior, en la voz interior, en la fuerzas interiores, en las fragilidades interiores, en las necesidades interiores, que son Dios mismo y solo pueden ser restablecidas por Dios mismo, en la experiencia de una conversación interior con Él, de un diálogo interior con Él que rompa con nuestros tristes monólogos, con nuestros aislamientos de la fuente de la Comunión. Y podamos orar: “…en mi oración pido que el amor de ustedes crezca cada vez más en el conocimiento y en la plena comprensión, a fin de que puedan discernir lo que es mejor.”
Comunión que busca restablecer nuestra Comunión como Pueblo. Porque el individualismo, el divismo, el narcisismo, en egocentrismo, minan constantemente nuestras bases de Comunión y aumentan exponencialmente nuestra dispersión. Necesitamos una experiencia coral y orquestal a nivel de general. Salir de tanto talento individual y unir nuestros talentos en una experiencia de Comunión de talentos. Sonar al unísono con nuestros distintos instrumentos y experimentar la belleza de la Comunión. Que cada uno y todos juntos podamos decirnos: “Dios es testigo de que los quiero tiernamente a todos en el corazón de Cristo Jesús.” Desde ese corazón solo puede haber Comunión.
Comunión que nos quita de encima todas las conductas de dispersión. Necesitamos un camino de conversión, una experiencia de conversión constante porque no nos basta la experiencia de una vez o de alguna vez. Nuestra conductas de dispersión son demasiadas como para sobrevivir al simplista voluntarismo de un cambio heroico alguna vez. La humildad reclama conductas de Comunión en todos los niveles, ya que descuidar un nivel sería poner todo en riesgo a pesar de haber hecho algo bien.
Señor y Padre de la Comunión, nos aferramos a tu promesa: “…sube a lo alto y dirige tu mirada hacia el Oriente: mira a tus hijos reunidos desde el oriente al occidente por la palabra del Santo, llenos de gozo, porque Dios se acordó de ellos…”. Danos sabiduría, penitencia y fortaleza para una conversión constante hacia la Comunión y que cada uno seamos un Juan Bautista para este tiempo.

P. Sergio-Pablo Beliera

Homilía Solemnidad Inmaculada Concepción de la Virgen María, Ciclo C, 8 de diciembre de 2012


Homilía Solemnidad Inmaculada Concepción de la Virgen María, Ciclo C, 8 de diciembre de 2012
¿Qué provoca un sí? ¿Cuál es su valor intrínseco de un sí? ¿Qué define un sí? Estas y otras preguntas provocan el Sí de Dios a María y el sí de María a Dios, y sus innegables consecuencias.
Todo está cerca de un sí. Un sí provoca una cercanía y una posibilidad indiscutible. Abre puertas y ventanas, horizontes, espacios, se sale de las agujas del reloj, nos interna en otra dimensión.
El valor de un sí se mide en la improvabilidad de tomar nota de sus consecuencias en el futuro y provocar la experiencia de lanzarse a él en la más absoluta confianza. Un sí mueve lo que nada puede mover, porque un sí es puro movimiento en la confianza absoluta e indeclinable de ser un sí.
Un sí nos traslada a lo impensable e inimaginable que solo el tiempo y sus infinitos encadenamientos provocarán y desplegarán. Un sí tiene el valor incalculable de ser un sí aquí y ahora, que no puede borrarse y que por lo tanto está llamado a dar un fruto a su debido tiempo.
Si comprendiéramos el valor de un sí y lo que ello puede llegar a generar, difícilmente nos atreveríamos con facilidad a un no. Si valoráramos justamente el peso de un sí y su capacidad de inclinar la balanza, difícilmente nos negaríamos a cargar el peso correspondiente y ha optar por un no. Un sí nos libera de las cadenas de los desconocido y nos lanza a conquistarlo, un no nos esclaviza en lo conocido y nos impide avanzar, explorar. El sí se adentra y construye la historia, el no se encierra en sí mismo y nos hace niega toda opción. Esa es la experiencia del principio: Después que el hombre y la mujer comieron del árbol que Dios les habría prohibido, el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: "¿Dónde estás?". "Oí tus pasos por el jardín, respondió él, y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí"”.
Un sí tiene un origen remoto, imperceptible para quien lo da. Ha nacido remotamente y por eso puede hoy madurar en un sí pronunciable, no proviene de la nada. Un sí es engendrado como sí por Dios en nosotros, y da su fruto de sí cuando este nos lo reclama, para provocar una cadena de sí cuyo fruto final no está a nuestro alcance. Podemos decir sí pero no somos dueños de él; ese sí está en nosotros antes de ser pronunciado por nosotros. Así lo transmite Pablo: “…nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor.”
María es el sí de Dios, engendrada como sí total desde sus entrañas, para dar el sí de la confianza inicial de la Encarnación y el sí total de la Pasión, para recibir gratuitamente el sí total de Dios en su Asunción. Un sí que nos ha traído a Jesús al mundo y que lo ha hecho a Él nuestro Sí total desde el principio y para siempre.
Dejar a Dios sembrar su Sí en nosotros, es darnos la posibilidad cierta de darle nuestro sí a Él en la hora y el momento justo y adecuado. Nosotros, como María, vivimos del Sí de Dios en nosotros. Un Sí de Dios que provoca un sinfín de sí en mi, en los que me rodean, y son receptores inmediatos y mediatos de él.
María es Pura porque se mantiene en ese sí y vive de ese sí. Su sí, no es mágico, su sí está hecho de la sustancia de Dios, y es lo que es porque permanece sujeto a su fuente y es dado cada día. "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo".
María es Inmaculada porque se sujeta al Sí de Dios en su existencia y lo propaga con su ser y su hacer irradiando una integridad impensada por el hombre, pero deseada por Dios y por el hombre.
El Sí de Dios a María la hace Pura e Inmaculada, no para sí, sino para que desde Ella llegue a nosotros y provoque en nosotros su misma experiencia. El sí se María a Dios nos representa y hace decir sí antes de pronunciarlo para poder pronunciarlo a nuestro tiempo.
Como en María, solo el Sí de Dios en la pura incondicionalidad y gratuidad, puede provocar en nosotros un sí que abrace la totalidad inalcanzable e inaccesible por nosotros. "Yo soy la servidora del Señor, que se haga en mí según tu Palabra".
Un sí al estilo de María en respuesta al Sí de Dios en su existencia provoca una cadena de sí que llegando hasta nosotros nos pone a nosotros en la misma dinámica de dar un sí que provoque otros tanto sí y no se detenga la obra de Dios en nosotros y entre nosotros.
Señor, que has impreso tu Sí en nosotros, en mí, hazme decir ese sí que tiene su fuente en tu Sí y sea así yo digno siervo tuyo y discípulo de tu Sí con mi pobre pero necesario sí. Dame la pureza de un sí diario y definitivo que me atraviese por entero y llega a Ti inmaculado como Tu lo haz puesto. Amén

P. Sergio- Pablo Beliera

domingo, 2 de diciembre de 2012

Homilía 1º Domingo de Adviento, Ciclo C, 2 de diciembre de 2012


Homilía 1º Domingo de Adviento, Ciclo C, 2 de diciembre de 2012
Comenzamos el Adviento. Y recordemos desde el inicio que es un tiempo, y como tal tiene un clima propio que merece nuestra especial atención.
Y digámoslo desde el comienzo con voz clara y firme, los creyentes del Tercer Milenio tenemos una deuda con este tiempo y con lo que el significa y manifiesta de nuestra fe.
El corazón de este tiempo, su núcleo, su razón de ser, está expresado en las palabras de Jesús mismo: “Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria.” Es esta venida de Jesucristo desde el Cielo, lleno de la magnificencia de lo bello y esplendoroso, el punto y cuestión de estas cuatro semanas.
Y nosotros como creyentes de este tiempo, tenemos el desafío de ganar para nuestra fe esta espera de semejante venida. Totalmente desconocida e inimaginable para nosotros. Pero fundamental para nuestra fe. Recuperar el asombro de una venida que se nos anuncia como la liberación definitiva, no es algo para dejar de lado.
Porque todos podemos llenarnos la boca de palabras de esperanza, pero podemos olvidar que la esperanza no es una ilusión, no es un anhelo incierto, no es un optimismo vital… No, la esperanza es esperar a una Persona, esperar a Alguien, que puede colmarme, plenificarnos, llevarnos al punto máximo de la existencia. La esperanza tiene el nombre de Jesucristo. No de Jesús a secas, sino del Jesús colmado y Señor de todo que viene a hacernos señores a nosotros de una realidad que de otra forma se nos escapa de las manos. Con verdadera esperanza escuchamos esta promesa: “En aquellos días y en aquel tiempo, haré brotar para David un germen justo, y él practicará la justicia y el derecho en el país.”
Los creyentes de este tiempo, somos hijos de una época que vive entre la desesperanza frente a tantas y tantas desilusiones vividas, y la esperanza-ilusión de la falsedad y la fantasía que manifiesta nuestra intolerancia frente a la realidad tan dura que se nos impone ante nuestra vista. Esta época o no espera nada o lo espera todo de sí misma, cerrada sobre si misma en cualquiera de sus dos expresiones patéticas, que acabamos de mencionar.
Volver a esperar en Jesucristo y a Jesucristo en su plenitud y para nuestra plenitud, es fundamental para que nuestra fe no quede encerrada en nuestra concepción de la historia, en nuestra percepción de la historia, en nuestro modo de hacer la historia. Ese encierro es una gran trampa y una gran carencia que nos lleva lejos de la esperanza, que como puente entre la fe y la caridad, quiere llevarnos de manera cierta de la fe en Jesús al amor a Jesús.
De ahí, que esperar a Jesucristo en su plenitud, signifique para nosotros una forma de esperar, un estilo de esperar, que abarca toda nuestra existencia. El mismo Jesús nos advierte qué imposibilita esa espera y qué la hace óptima: “…tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación. Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida… Estén prevenidos y oren incesantemente…”
Son cinco actitudes necesarias: tener ánimo, tener la cabeza alta, no dejarse aturdir, estar prevenidos y orar sin cesar.
De las cinco, Jesús se extiende en “no dejarse aturdir”. Y lo hace con tres ejemplos: “los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida”. Esta aturdido aquel que está confundido, desconcertado, pasmado, que procede sin reflexión. ¿Qué puede ponernos en este estado de tanta debilidad, de tanta fragilidad? Para Jesús son:
- los excesos, o sea, lo que nos hace pasar más allá de la medida o de lo establecido, lo que sale en cualquier línea de los límites de lo ordinario o de lo lícito, lo que es abuso, lo que enajena y nos lleva al dominio de sentidos, lo que es vicio. La falta de pureza y de inocencia.
- la embriaguez, esto es, la confusión, desorden, desconcierto, de cada una de las tres facultades del alma, es decir, el entendimiento, la voluntad y la memoria; la anulación de nuestra capacidad pasiva para recibir el acto bueno, el cegamiento de la capacidad de llegar a ser). Por eso es el enajenamiento del ánimo. Es la atadura al placer. Nuestra incapacidad para ser esta en paz en la sobriedad.
- las preocupaciones de la vida, ocuparnos antes o anticipadamente algo ciegamente; producir intranquilidad, temor, angustia o inquietud; esto influye en los demás negativamente haciendo que a alguien le sea difícil admitir o pensar en otras cosas. Es estar interesado extremadamente o encaprichado en una persona, en una opinión o en una situación. Es la negación de la confianza.
Nuestra vida no puede dejarse conducir por la esperanza y por la espera de Jesucristo en este estado de aturdimiento tan propio de nuestra cultura, siempre carente de serenidad y sosegamiento, por vivir encerrados en nosotros mismos, sin miras más allá de nosotros mismos, solo asentados en nuestra posibilidades, en nuestros criterios carentes de la mirada puesta en el Señor que quiere nuestra liberación. Erradiquemos todo aturdimiento. Señor libéranos de todo aturdimiento…
Se sale de este estado con la preparación cotidiana para esta venida, con la disposición de apertura a lo que pueda venir de Dios hacia nosotros. Y por supuesto, con un dialogo constante con Dios, que manifiesta nuestra apertura a una amistad con Él que siempre permanece abiertos a nosotros. La práctica de la oración constante, continua, que levanta la mirada a Dios en instantes llenos de esperanza en su amorosa compañía, es imprescindible, pero a la vez posible. ¿Quién puede decir que por ocupado que esté, que por afligido que se encuentre, no puede elevarse a Dios con su pensamiento y su afecto y dejarse encontrar por el Dios que se abaja a nosotros para encontrarnos? Nadie puede decir que no, o sea todos podemos vivir en esta comunión constante con el Dios que viene y que espera encontrarnos abiertos y despejados a Él, que quita todo obstáculo con su amor.
Repitamos esperanzados y expectantes: A ti, Señor, elevo mi alma.

P. Sergio-Pablo Beliera

lunes, 26 de noviembre de 2012

Homilía Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo, Ciclo B, 25 de noviembre de 2012


Homilía Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo, Ciclo B, 25 de noviembre de 2012
“Mi realeza no es de este mundo…” El problema de las relaciones entre Dios y el mundo no es un tema menor ni para Dios, ni para los creyentes, ni para el mundo.
Recordemos que ese tema es motivo de conversación en medio del momento clave de la condena a Jesús y motivo de una inscripción muy discutida en la misma cruz. Jesús a abordado el tema además en su vida pública con varios ejemplos.
Para quienes creemos en Jesús, los intereses de Jesús se vuelven los nuestros, porque Él mismo ha hecho de nuestros problemas claves sus intereses principales.
Jesús no defiende una postura para sí, sino que toma una posición y es consecuente con ella pensando amorosamente en nosotros.
También es un tema fundamental para nosotros que vivimos insertos en este mundo sin ser del mundo. Y cuanto más crece nuestra unión con Dios, más crucial se vuelve nuestra respuesta a la relación con el mundo.
Dios no se impone al mundo, sino que el mundo depende de Él, y solo tiene entidad en cuanto está en relación con Él. Por eso el mundo es siempre en primer lugar, creación amorosa de Dios. Dios piensa, quiere y hace el mundo. En cambio el mundo no se puede pensar, querer y hacer a sí mismo ni a Dios. El mundo sobre el que Dios tiene una influencia decisiva es el mundo que Él ha creado porque lo ha amado en su intimidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En cambio sobre el mundo que los hombres hemos generado fruto de nuestro propio modo de pensar, de querer y de hacer sin Dios, como es solo una ilusión que exista, está llamado a no influir sobre Dios y a que Dios no quiera tener ninguna influencia sobre este mundo. De ahí que Jesús no haya venido como un reformador o un transformador de las realidades temporales, llamadas a desaparecer. Él ha venido y permanece entre nosotros como el que hace referencia permanentemente a ese otro mundo en el que Él habita y nosotros estamos invitados a habitar. Un mundo donde Dios y el hombre permanecen en comunión.
“Mi realeza no es de este mundo…”, es pues, una posición clara de Jesús, que ha venido a influir decididamente sobre el mundo de relaciones en las que Él tiene un lugar principal, como origen y modelo de ese mundo. La realeza de Jesús no está pues sujeta a las relaciones temporales y espaciales que conocemos y construimos al margen de Dios. Su realeza se mueve en un mundo de relaciones donde el tiempo y el espacio no son un condicionamiento. Él ejerce su realeza desde la condición de Siervo, Maestro y Amigo; de Vida, Luz y Verdad; de Hijo, Salvador y Resucitado… Su poder es un poder real que transforma todo lo que toca, que ensalza al que se humilla, que levanta al que cae, que cura al enfermo, que perdona al pecador, que ama y no odia, que espera y no desespera, que congrega y no confronta, que recoge y no desparrama, que ilumina y no enceguece, que da y no quita, que hace nuevas todas las cosas, que resucita y no mata, que hace permanecer ante el peligro constante de disgregación.
Su poder no lo posee a la fuerza, no lo hereda de otro, no lo toma para sí, no es fruto de ninguna mayoría, de ningún consenso humano, no es fruto de saciar las necesidades básicas insatisfechas de los hombres o de un tiempo.
“…el dominio, la gloria y el reino…”, le fueron dados a Jesús por su Padre, con el objeto de salvar, de liberar, de hacernos concientes de que somos amados, de iluminarnos con la luz de su vida, con la luz de su palabra, con la luz de su testimonio, expresado en toda su existencia antes de nosotros y entre nosotros. Justamente es verdadero poder, porque no es usado para sí mismo, sino para nosotros. Y por eso mismo no se impone sino por su ternura que invita a nuestra libertad a dar su consentimiento, a nuestro corazón a abrirse a semejante experiencia, a nuestra mente a concebir una Verdad que nos supera pero que nos libera. Su poder nos seduce por su humildad, por su mansedumbre, por su paciencia, por su belleza, por su silencio, por su aparente fragilidad llena de una potencia incalculable.
Solo desde esta perspectiva única en la Historia, Jesús manifiesta claramente: “Yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz”. La verdad es que el poder y la gloria se hayan en una dimensión distinta de donde la buscamos los hombres cuando creemos tener el poder y la gloria. Y por eso: “Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido”, como pasan y se destruyen los que dominan desde el punto equidistante de Dios. El mundo que el hombre construye debería aprender de este Rey para aportar algo sustancial a lo cotidiano. Jesucristo, Señor de la Historia, te necesitamos.

P. Sergio-Pablo Beliera

domingo, 18 de noviembre de 2012

Homilía 33º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo B, 18 de noviembre de 2012


Homilía 33º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo B, 18 de noviembre de 2012
Más de una vez recibimos la pregunta de algún hermano de la vida (padre, madre, esposo, esposa, hermano, amigo, hermano de comunidad, compañero de trabajo o estudio): ¿Adonde vas?
También puede ser que sea una pregunta que me haga a mi mismo: ¿Adonde quiero ir? o ¿Adonde voy?
O también una pregunta que nos hagamos en plural con aquellos que compartimos la vida: ¿Adonde vamos? ¿Adonde queremos ir?
Es una pregunta cotidiana que puede tomar un sentido trascendente y volverse por lo tanto una pregunta sobre nuestra meta. Una pregunta sobre lo que busco esencialmente, o sobre la esencia de lo que busco. Es una pregunta que pone nuestra mirada delante de nuestros pasos. Una pregunta que podemos volverla pregunta sobre el fin que queremos alcanzar.
Es también una pregunta sobre como quiero llegar al final de mi día. Una pregunta sobre que fruto quiero experimentar al final del día. Una pregunta sobre lo que espero y anhelo al final del camino de cada día, de este día y del final de mis días.
Es claro que hacia donde quiero ir, influye decididamente el camino que tomo al emprender el rumbo. No es algo que pueda plantearme o que podamos plantearnos cuando ya hayamos arrancado, sino antes de arrancar, antes de encaminarnos. Por lo tanto hay preguntas sobre el final que son preguntas para hacerse al principio: ¿Adonde vamos? ¿Adonde voy?
Así es como Jesús nos anima a poner la mirada en el final para vivir el presente de tal manera que nos conduzca a ese final deseado sin distracciones o desorientaciones. Dice Jesús: En ese tiempo, después de esta tribulación, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán. Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria.”
La invitación es a ir hacia en encuentro de lo que viene, y lo que viene es Jesús en su plenitud; es Jesús desbordante de vida porque nos trae a todos la liberación de las ataduras consecuencias del pecado y de la muerte. ¡Cómo no se van a conmover cielo y tierra! Es el tiempo donde lo conocido por el hombre queda deslumbrado por lo que Dios envía. “En aquel tiempo, será liberado tu pueblo: todo el que se encuentre inscrito en el Libro”.
No vamos hacia un final cerrado sino hacia un final abierto, un final del mundo conocido que da comienzo a la plenitud de la obra comenzada por el Padre en la Creación, por Jesús en la Salvación y por el Espíritu de Santificación. Dios no destruye la obra que ha comenzado sino que la transforma y la purifica de todo aquello que no es su obra en nosotros. Esa es nuestra paz.
Si Jesús fue hacia el Padre por el camino de la Cruz y la Resurrección, por ese mismo camino yo debo ir al Padre. Y si Jesús en ese camino hacia el Padre nos sale al encuentro, puedo ir seguro y decidido hacia ese encuentro: “Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria.”
Y aún más: “Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte.” Vamos a recibir a esos ángeles que nos congregan como elegidos. Somos congregados como elegidos porque hemos elegido a Dios y nos hemos encaminada hacia Él como Él se ha encaminado hacia nosotros. Elegidos de los cuatro puntos cardinales, una congregación universal, global, sin límites. Nadie podrá experimentarse excluido. Todos somos invitados.
Y si como dice Jesús: “Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.” Hoy podemos llegar al final de este camino emprendido. Hoy podemos salir al encuentro del que viene “sobre las nubes, lleno de poder y de gloria”. ¿Estaré listo hoy para este encuentro? ¿Estamos preparados como familia, como comunidad para salir al encuentro del que viene a congregarnos?
Si elegimos bien el destino hacia el que nos queremos dirigir, emprendamos hoy la marcha por el camino de Jesús y lo podremos encontrar al final del camino saliendo a nuestro encuentro.
Señor, purifica nuestra mirada y nuestra elección para vivir cada día y podernos encontrar contigo al final de cada día y así al final de la vida. Porque como nos has prometido: Los hombres prudentes resplandecerán como el resplandor del firmamento, y los que hayan enseñado a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por los siglos de los siglos.”

P. Sergio-Pablo Beliera

domingo, 11 de noviembre de 2012

Homilía 32 º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo B, 11 de noviembre de 2012


Homilía 32 º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo B, 11 de noviembre de 2012
Comencemos por el final: “dio… todo lo que tenía para vivir.” Hasta dar la vida. Todo lo que tengo para vivir, puesto en el tesoro de Dios como acto de entrega y confianza en el Dios de la vida y no de la muerte.
“…dio todo lo que poseía.” Los que se aferran a su seguridad económica y social negándose a dar todo por temor a perder su seguridad están poniendo de manifiesto una profunda desconfianza en quien puede darles más y mejor de lo que ellos han conseguido con su propio esfuerzo.
Pero debemos admitir que solo se puede poner en riesgo todo lo que se tiene para vivir, si Dios lo pide y lo pone delante de nosotros como opción. Cuando damos todo a quienes no son Dios y negamos darlo todo a Dios, nuestra fe declina, nuestra esperanza se ve herida de muerte y nuestra caridad se ha evaporado.
Dar todo a Dios es un acto de sensatez  de la inteligencia y de madurez en la fe, que permite vislumbrar un horizonte mayor que el que se tiene, y a la vez elevarse hacia el Cielo en un acto de gratuidad y desprendimiento que nos libera de toda atadura.
Dios es la pobre viuda que en la persona de Jesús da todo lo que tenía para vivir para que el amor verdadero se ponga de manifiesto. Dios es la pobre viuda que dio todo lo que poseía, a su propio Hijo, así mismo. Dios es la pobre viuda que da de su indigencia, la humanidad pobre y despojada de poder asumida en la persona de Jesús.
Necesitamos seguir el camino de Jesús, que como pobre viuda, nos invita a darlo todo sin discriminación. Sin pena. Sin tristeza. Sin violencia. Sin altanería. Sin vanagloria. Sin pedir la inmediata retribución.
Esperando como Jesús, solo de Dios la respuesta a su tiempo. El tiempo que necesitó la viuda de Sarepta, “Ella se fue e hizo lo que le había dicho Elías, y comieron ella, él y su hijo, durante un tiempo”, es también el tiempo que necesitamos nosotros para aunarnos con Jesús en una actitud de esperanza en el Dios que no puede dejar de ver, que no puede dejar de tener en cuenta, que no puede dejar de escuchar, que no puede dejar de conmoverse, que no puede dejar de prestar atención. Dios hace de nuestros tiempos su tiempo y así nosotros vamos haciendo de sus tiempos nuestros tiempos.
La llamada es clara y fuerte, nítida y referencial. Se refiere a Él y por eso se refiere a nosotros, se refiere a nosotros y por eso se refiere a Él.
Esta es tal vez una de las faltantes más importantes de los hombres religiosos de ayer y de hoy, la ausencia de comprensión que Dios hace de nuestra historia su historia y de su historia entre nosotros nuestra historia. Es una riquísima correspondencia de vidas, anhelada, deseada y propuesta por Dios desde el principio.
Jesús no puede experimentarse representado cuando somos mezquinos que dan de lo que les sobra y ya no necesitan. Jesús no puede experimentarse representado cuando somos egoístas que calculan lo que dan. Jesús no puede experimentarse representado cuando somos autosuficientes que se regodean en lo que dan y lo ponemos de manifiesto delante de todos para ser reconocidos. Jesús no puede experimentarse representado cuando somos los que dan haciendo sentir su poder imponiendo condiciones y generando sumisión.
Jesús, y por lo tanto nosotros, solo podemos experimentarnos representados en el dar “hasta el extremo” porque estamos sostenidos por un Padre que ama a sus hijos y se les da todo; en el dar poniendo todo en riesgo porque somos sostenidos por la esperanza en un Padre providente; en el dar de nuestra indigencia, de todo lo que se posee, de todo lo que se tiene para vivir, porque somos más que nuestra indigencia, que lo que poseemos y que la vida que conocemos, porque nuestro límite no es un límite para el Padre que pone todo en riesgo por nosotros.
Si como seguidores de Jesús, si como discípulos de Jesús, si como amantes de Jesús, si como imitadores suyos no somos capaces de reconocer que Él nos da dado todo desde “su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir”, nunca podremos darnos desde nuestra indigencia habitual, todo lo que poseemos aún no siendo nuestro, de todo lo que tenemos para vivir y nos fue dado y nos seguirá siendo dado.
Señor Jesús, indigente, desposeído y donador de la propia vida, dame poner la mirada en Ti y no negarle nada al Padre de lo que he recibido, como Tú que lo has dado todo de la indigencia de Tu humanidad, de lo poco que tenías, toda tu vida. Tú como pobre viuda has perdido a los que amabas y has venido a nosotros para recuperar con tu pobreza a aquellos que están dispuestos a darte una respuesta de amor y no dejarte ya solo.

P. Sergio-Pablo Beliera

domingo, 4 de noviembre de 2012

Homilía 31º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo B, 4 de noviembre de 2012


Homilía 31º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo B, 4 de noviembre de 2012
¿Quién de nosotros se atreve a preguntarle a Jesús que es lo primero, lo principal, el fundamento de todo para todos? No es una pregunta más entre las múltiples preguntas que podemos hacerle a Jesús, se trata de “la pregunta” de las preguntas, la madre de las preguntas. Es la pregunta inevitable, es la pregunta a hacer si o si a Jesús.
Cuando en una vida de relación con Jesús, hemos podido experimentar que ha “respondido bien” a las preguntas que han surgido en distintos tiempos y acontecimientos, entonces es el momento de que me haga cargo de hacer la gran pregunta, que sin duda tendrá un efecto altamente comprometedor una vez que sea hecha, porque traerá una respuesta a vivir.
Esta pregunta por lo primero, por lo principal, por el fundamento de la relación con Dios, es inherente a la esencia del creyente y, marca el descubrimiento del sentido de la existencia de cara a Dios. El sentido de nuestra existencia, está atado a poder recibir la respuesta a esta pregunta, de la boca del mismo Jesús y a su poder reafirmarla personalmente.
A la vez, esta es una pregunta para toda la existencia, no es para un momento particular, sino para que permanezca como pregunta fundamento de mi parte (“Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: "¿Cuál es el primero de los mandamientos?"”), como respuesta fundamento de Jesús (“Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios…”), como reafirmación fundamento de mí (“El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir…”) y como confirmación de Jesús (“Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: "Tú no estás lejos del Reino de Dios"”).
Pero no es solo una pregunta fundamental a nivel personal, lo es aún más a nivel comunitario. Porque si ella es la pregunta de las preguntas y, por lo tanto la respuesta de las respuestas, es el fundamento y sentido de nuestra existencia en común, motivo de nuestra comunión más profunda y radical.
La respuesta de Jesús se da de tal forma que marca y revela si nuestra persona está apegada a la Palabra de Dios. Su respuesta, solo puede ser comprendida en su verdadera dimensión por aquellos que hacen de la Palabra de Dios su fundamento existencial, el Libro de sus preguntas y respuestas. Recordemos que quien hace la pregunta es un escriba, un hombre de la Palabra. Solo quien hurga en la Palabra de Dios los misterios de la existencia de Dios y del hombre, puede ser receptivo de una respuesta que se fundamenta en esa Palabra, respuesta a todos los interrogantes humanos y creyentes.
“Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor…” Lo primero de lo primero es escuchar y guardar que Dios es único. Ese es el sostén de toda la respuesta, porque si es único, es ineludible darle ese lugar de único, de irremplazable e insustituible. ¿Es así para mi y nuestra existencia? ¿se puede percibir ese carácter de único de Dios en nuestras existencias y su forma de desplegarse?
“Jesús respondió: "El primero es: …y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas…” Si Dios es único, lejos de imponerse, se ofrece para ser amado. Muy, pero muy lejos de una relación distante, Dios se dispone enteramente en cercanía a ser amado. Porque solo puede ser amado Aquel que se abre a ser amado. Solo se puede mandar amar a Aquel que abre su existencia a la Comunión de amor. Y Quien pone toda su existencia en disposición de amar, esta llamado a ser amado con toda la apertura y disposición de nuestra propia existencia.
De un estilo de amar así, surge como consecuencia directa un amor al prójimo (“El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo…”) y un amor que supera lo formal (“vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios"”) Siempre impresiona esta comprensión más allá, de Jesús y este escriba. Es una verdadera comunión de sentido que los vuelve tan próximos. Es deseable para nosotros esta misma experiencia.
Nunca será suficiente insistir en la importancia de amar a Dios con “todo tu corazón”, “con toda tu alma”, “con todo tu espíritu”, “con todas tus fuerzas”. Como dice Moisés: “…empéñate en cumplirlos…” Hay acepciones de empeño que definen muy claramente su importancia:
1.-Obligación en que alguien se halla constituido por su honra, por su conciencia o por otro motivo.
2.- Deseo vehemente de hacer o conseguir algo.
3.- Tesón y constancia en seguir una cosa o un intento.
4.- Con gran deseo, ahínco y constancia, sin omitir diligencia alguna.
Empeñarse es comprometer toda la existencia, poner toda la existencia en función de lo que se ama, es vender todos nuestros bienes para comprar el único bien. Empeño es más que un esfuerzo concentrado de la voluntad, es poner toda la propia existencia en juego para vivir de lo único que merece ser adquirido y nunca perdido.
¿Se puede decir que me empeño con todo mi ser en amar al Dios único? Solo así podremos escuchar el encantador susurro de confirmación en la verdad de Jesús: "Tú no estás lejos del Reino de Dios"
Solo así no hay más preguntas. Porque se tienen todas las respuestas para ser vividas.

Pbro. Sergio-Pablo Beliera