Homilía Jueves Santo, Ciclo B, 5 de abril de 2012
“…glorifica
a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti…”
La
gloria, tiene entre nosotros distintos significados. Entre podemos destacar los
siguientes:
-
Es el triunfo que se
alcanza como fruto de un esfuerzo o talento personal.
-
Es el reconocimiento
que se le otorgan los demás a alguien que logra destacarse por sobre el resto
en distintos campos.
-
Es la sensación de
plenitud, de “sumun”…, pero solo
sensación, que por lo tanto necesita ser reiterada.
-
Es un esfuerzo que
se realiza en pos de un resultado resonante: “Hambre de gloria”.
-
Es una propiedad que
se alcanza y se pierde porque depende de los demás. Los “15 minutos de gloria.”
-
Es el reconocimiento
que los demás nos otorgan por nuestros logros y que nos vuelven inmunes a
cualquier contingencia posterior que contradiga ese reconocimiento. “¡Es fulano…!”
La
glorificación de la que nos habla Jesús en el Evangelio, supera a todas estas
manifestaciones humanas, del mundo, de lo que se entiende por gloria. Y por eso
mismo es importante prestarle la debida atención. Porque la gloria es la verdad
de nuestra relación con Dios y nuestra unidad de amor con Él.
La
gloria que Jesús ruega al Padre en esta noche que antecede el desenlace de su
Pasión, es en primer lugar, fruto de su experiencia de Hijo Eterno del Padre, y
por lo tanto no está sujeta a ninguna consideración temporal, mundana, de
reconocimiento humano. Es su experiencia de lo divino en su más alto grado de
pureza. Es lo permanente y que antecede todo.
En
segundo lugar, es resultado de la obra encomendada por el Padre y llevada a
cabo por Jesús entre los hombres. Los hombres lo han rechazado y solo un puñado
se ha mantenido fiel. La obra ha sido cumplida, el final es inminente, y a esa
fidelidad y no a los resultados le corresponde la gloria.
En
tercer lugar, la gloria de Jesús, es la salvación de los hombres, su libertad
de poder reconocer la manifestación del Padre en la humanidad asumida por el
Hijo. Es la aceptación imparcial de la Palabra hecha carne y su consecuencias
en nuestra historia.
En
cuarto lugar, la glorificación es una mutua experiencia, es la exaltación del
Padre y del Hijo de manera simultanea. Es una íntima e irrenunciable
interdependencia, interrelación entre el Padre y el Hijo.
En
quinto lugar, esta glorificación es la misma que se tenía al principio, ya que
la fidelidad del Hijo Amado del Padre, ha permanecido arraigada al amor y gozo
de este Padre y no se ha dejado atrapar y moldear por ninguna gloria o
exaltación temporal. Lo eterno del Hijo ha permanecido inalterable frente a la
fidelidad inalterable del Padre ante todas las contingencias de la Encarnación
y la Pasión.
De
aquí la importancia de que Jesús diga de sus discípulos, sentados a la primer mesa
eucarística: “…ellos han reconocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído
que tú me enviaste…” Porque de esta manera, en la Eucaristía, el
discípulo se hace uno con el Maestro, con el Hijo Eterno del Padre que “ha
acampado entre nosotros” como rostro visible del Padre. Este
reconocimiento y este creer, de los que son del Padre y le fueron confiados a
Jesús, y que han permanecido fieles a pesar de ellos mismos, es lo que nos hace
semejantes al Hijo que todo lo ha recibido del Padre y que todo lo devuelve al
Padre. Así, los creyentes alcanzan la gloria del Hijo por el regalo de la fe,
que es la fidelidad, el permanecer, el dejarse llevar por Jesús al gozo del
Padre, el dejarse comunicar lo que Jesús como Hijo Eterno del Padre ha
escuchado de este y ha comunicado hasta el punto de pasarnos de la condición de
siervos a la de amigos porque hemos sido elegidos y nos hemos dejado elegir. Es
la unidad de vida, de origen y de destino.
Esta
es la noche de la asimilación final de los discípulos en la vida del Maestro y
Señor, que se ha hecho Obediente y Siervo. Porque: “Antes de la fiesta de Pascua,
sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, Él,
que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin.” Así
nosotros, en esta noche de la Cena, antes de la Pascua de Jesús, vemos
aproximarse nuestro paso en la fe, de este mundo al Padre, y experimentamos la
elección, el llamado, la invitación de Jesús a amarlo ya que Él nos ama, a los
que hemos respondido para ser suyos por entero, y podemos ver en su amor, un
amor hasta el fin del Paso, hasta el extremo de la entrega en la Pascua de la
Cruz y la Resurrección en que solo hay Vida Eterna. Todo eso lo vivimos en la
Eucaristía, Sacramento de Amor, de Permanencia, de Elegidos, de aquellos en los
que Jesús ha depositado su extremo de amor.
A
esto si que podemos llamar gloria, porque en semejante amor, todo queda
abrazado y consumado en pura gratuidad y mutualidad. Eso es el Cuerpo entregado
y la Sangre derramada, que permanece en la única Eucaristía.
Así,
la Eucaristía es la unidad de todo nuestro ser con el ser de Dios, por el que
se ha entregado Jesús: “que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo.” En la Eucaristía celebrada,
comulgada y adorada entramos en el conocimiento glorioso del amor de unidad del
Padre y el Hijo. El Cuerpo y la Sangre de Jesús en la Eucaristía es así el
clamor cumplido de un: No más glorias pasajeras, por fin la unidad plena y
definitiva ha comenzado y buscará en cada uno de nosotros su realización
completa en nuestra propia pascua. Hasta que esta unidad de amor no se consume
plenamente en nosotros, vivimos con una gloria habitada en una existencia
frágil, que soporta en la Eucaristía, el peso de lo que aún nos separa del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, gozo pleno y unidad definitiva, verdadera
gloria.
P. Sergio Pablo Beliera
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