jueves, 31 de diciembre de 2015

Homilía Solemnidad Santa María Madre de Dios, Ciclo C, 1 de Enero de 2016

“Que el Señor te bendiga y te proteja.
Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti
y te muestre su gracia.
Que el Señor te descubra su rostro
y te conceda la paz”.
Esta antigua y tan significativa bendición judía, se hace plena realidad en María, la mujer elegida por el Padre para obrar por medio del Espíritu Santo el nacimiento de su Hijo Amado, que será llamado Jesús, nuestro Salvador.
María, es bendecida con su condición de Madre de Dios, algo impensado e inimaginable para una creatura aún cuando esta sea mujer.
María, con esa bendición de ser Madre del Hijo de Dios, fue desafiada por una realidad, por un acontecimiento que rebasaba los límites de cualquier comprensión, aún la creyente.
Es el desafío de trascender, de ir más allá de los límites que somos capaces de concebir, en las fronteras de una conciencia y una fe que nos guía paso a paso, sin avasallarnos con su voz ni su luz. Sino iluminando paso a paso un sí, un hágase en mí, un dejarse cubrir por la sombra del Espíritu, y a partir de allí dejar a Dios confirmar la llamada a ser fecundos, fértiles, dadores de vida.
María, desde un lugar remoto, se anima a dar una respuesta que supera su comprensión, y que quedará reflejada en el ‘leitmotiv’ de su propia historia: “María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.”
Esa experiencia de conservar y meditar en su corazón, la hace siempre como Madre, y como Madre de Dios, una llamada que la desafío y nos trajo vida.
Es la llamada y la vivencia de la Maternidad Divina. Maternidad Divina que María experimenta primero de Dios y su Espíritu, que la conciben como tal y la fecundan de manera singular. Sería una experiencia imposible de asumir sin la experiencia de un Dios que maternamente nos concibe y maternamente nos da a luz y nos hace crecer. Y lo hace por el influjo de su Espíritu de Vida y Santidad que descienden al corazón creyente de María haciendo en ella nuevas todas las cosas.
Expresiones tan directas y contundentes como las que han conservado las Escrituras, hablan de esa Maternidad de María asumida con total realismo:
“Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer…”
“…encontraron a María, a José y al recién nacido acostado en un pesebre.”
María es en todas las Escrituras, Madre, primordialmente Madre y, Madre del Hijo del Padre.
Esta condición de Madre de Jesús el Hijo Amado del Altísimo y Salvador del mundo, es inmensa pero no deja su normalidad. Es vivida en una extraordinaria normalidad, que también es parte del asombro y de la admiración que nos produce y que honramos con nuestra fe.
La grandeza de la llamada y la normalidad como es vivida, forman un conjunto inseparable que sorprende y a la vez descansa.
Una llamada extraordinaria y una normalidad de vida que desde María, nos desafían en la escucha de nuestra propia llamada y la normalidad que ella debe conllevar.
María, no pierde su vocación trascendente y a la vez su vocación a la normalidad. O sea, que la realidad en la que vivimos inmersos como María, incluyen una trascendencia que nos pone cara a cara con Dios y cara a cara con el día a día de todos los hombres en camino.
María, quiere vernos como madres que miran a Dios en este año que comienza. María, quiere vernos madres que miran la tierra y sus desafíos en este año que comienzan.
María, seguirá siendo la Madre de Dios en la historia que en este tiempo como hijos adoptivos de Dios escribimos con nuestro si y nuestra sangre. Vocación regalada y vocación trabajada como María Madre de Dios.
María, como Madre de Dios es Madre de Misericordia, como le rezamos habitualmente, la irradia en nuestras vidas con esta maternidad que nos cobija, nos acuna, y nos pone de pie para que revestidos de misericordia, seamos misericordiosos como Ella lo es a imagen y semejanza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Padre, que por la fecunda virginidad de María otorgaste a los hombres la salvación eterna, concédenos experimentar la intercesión de aquella por quien recibimos al Autor de la vida, Jesucristo, tu Hijo.


P. Sergio-Pablo Beliera

sábado, 26 de diciembre de 2015

Homilía Solemnidad de La Sagrada Familia de Jesús, María y José, Ciclo C, 27 de Diciembre de 2015

En este domingo de la Sagrada Familia de Jesús, María y José, les propongo meditar dos puntos surgidos de la Palabra de Dios de esta fiesta.
El primero de ellos es la conciencia creyente que todo hijo en el seno de una familia de padres creyentes, pertenece en primer lugar a Dios, es un hijo para Dios, un hijo que está llamado a ser hijo de Dios.
Los hijos o el hijo de una matrimonio creyente proviene de ese amor consagrado a Dios y como viene de Dios vuelve a las manos de Dios. No es pues, una propiedad de los padres que lo han engendrado y criado, sino un don que se recibe, se cuida y se da a Dios.
Es eso lo que expresas hoy las palabras de Ana: “Era este niño lo que yo suplicaba al Señor, y él me concedió lo que le pedía. Ahora yo, a mi vez, se lo cedo a él…”
No podría decir cuan viva o adormecida está esta conciencia en los esposos y padres cristianos. Pero sea como sea, es una conciencia que forma parte en sí misma del ser y hacer de un matrimonio cristiano y por lo tanto lo que constituye una familia cristiana.
Así, la familia se hace cristiana no tanto por sus prácticas (en plural) sino por esta práctica de consagración en que permanece todo lo que en ella se engendra y crece. No siendo los hijos nominalmente o simbólicamente de Dios y para Dios, sino de hecho y voluntariamente provienen del vínculo consagrado a Dios y permanecen con la gracia de ese vínculo a Dios y de Dios.
¿Es esta una conciencia viva y motivadora del ser y el hacer de la familia creyente – cristiana?
¿Cómo se manifestaría y que consecuencias serían esperables de una conciencia del don del tipo que hemos mencionado?
Esta conciencia del don del fruto del matrimonio consagrado a Dios, hace entrar a la familia cristiana en una experiencia de desapropiación y donación mutua de consecuencia benéficas impensables o inimaginables si no es en el plano de la santidad de Dios en la que es concebida y en la que está llamada a permanecer. Sólo así nos pertenecemos mutuamente a Dios.
Es lo que contiene la extraordinaria conciencia de Jesús al entrar en su adolescencia y que conforma la interpelación filial a sus padres: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que Yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” Es la conciencia reflexiva de Jesús hijo de María y de José de su vocación permanente a Dios Padre. Conciencia que es nuestra en nuestra condición de hijos en el Hijo Jesús. De hecho se dice lo mismo de otra forma, de María y José al comienzo de esta escena evangélica: “Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua.”
En segundo lugar, es la consecuencia inmediata de esta realidad de ser hijo de Dios en el seno de una familia de Dios. Y que implica las dimensiones de crecimiento, desarrollo e interés en que la familia cristiana se mueve y por lo tanto se ve inmersa tanto en su dimensión de esposos, como en su dimensión de padres y de hijos.
Se dice de Jesús que: “…iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.”
El plan estratégico del proceso de madurez en una familia creyente – cristiana, se propone una actitud constate para el hijo y otra para los padres:
- “…(Jesús) vivía sujeto a ellos.” La obediencia filial y confiada. Jesús practica la relación de hijo en todo su realismo encarnado y desde ella construye la relación con el Padre desde su encarnación sin ahorrarse la experiencia de hombre que eso supone. No es para Jesús una doble obediencia sino dos instancias de una misma y única obediencia, que es escucha atenta y disponibilidad a realizar lo que se escucha
- “Su madre conservaba estas cosas en su corazón.” La contemplación paciente y vigilante de los padres. No son sujetos pasivos, sino que actuando desapropiadamente sobre su hijo que es Hijo del Padre ante todo, ejercen toda su vocación de padres que el mismo Dios les ha confiado. Los padres están llamados a escrutar en el misterio de Dios el ser y la vocación del hijo.
Y tres planos de crecimiento:
-     Crecer en sabiduría: Esto es, ir haciendo el oído a Dios, a su Palabra, que es la máxima expresión de la sabiduría y cuya plenitud será el mismo Hijo de Dios Jesús, que hará suya la experiencia que el hombre vive “de toda palabra que sale de la boca de Dios.” Por lo que implica un desarrollo de la inteligencia en todas sus manifestaciones, siempre al mismo ritmo que se desarrolla el ir pensando como Dios piensa. Es un ir adquiriendo el estilo de concebir, desarrollar y poner en acto las cosas como Dios lo hace.
-   Crecer en estatura: esto es, hacer los procesos debidos a cada etapa de la infancia-adolescencia-juventud. Adquiriendo la madurez que cada edad conlleva y siendo protagonista de ese proceso de en la propia persona y en lo que esa madurez implica para los otros que deben recibirla. A la vez es un desarrollo de la madurez que implica algo que se va haciendo y siempre inacabado, que alcanzará su plenitud en un punto desconocido para nosotros, pero que se pondrá de manifiesto.
-       Crecer en gracia: esto es, un proceso progresivo de docilidad al influjo permanente de Dios por amor a su paternidad, incondicionalidad y gratuidad. Este influjo de Dios va acompañando a la persona paso a paso, y a la vez la provoca a estados más hondo de reciprocidad con su imagen y semejanza de Dios. Es por lo tanto un crecimiento en la amistad interior con Dios y en la manifestación en actos o virtudes. Aquí ocupan un lugar privilegiado la oración personal y comunitaria, como la experiencia de la caridad para con el otro.

La familia cristiana pues tiene mucha riqueza y a la vez mucha tarea que hacer, para aportar al mundo su novedad, originalidad y don, e influir amorosamente sobre un mundo que se ve desafiado por un bien atrayente.
“¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente.”


P. Sergio-Pablo Beliera

jueves, 24 de diciembre de 2015

Homilía Natividad del Señor, Ciclo C, 25 de Diciembre de 2015

“¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por él!”.
Es tan cierto que Dios conduce la historia humana que los acontecimientos contradictorios vienen a confirmarlo. Muchas veces, de diversas maneras, las desiciones de los hombres parecen llevar la delantera y la orientación de la historia de miles y millones de hombres, por lo tanto también de la nuestra, y nos sentimos despojados. Pero de pronto la calma, la docilidad, la disponibilidad, la paciencia y la indeclinable orientación a Dios de algunos hombres, hacen que esos acontecimientos contradictorios vengan a terminar contribuyendo a lo que no estaban destiandos a contribuir.
En la historia de Jesús, María y José, es un censo el acontecimiento que destinado a la reorganización administrativa de un imperio y la consolidación de un emperador, va a hacer posible que el Hijo de Dios nazca en la ciudad de David y, a la vez en condiciones que lo pongan lejos de la mirada y la atención de los otros, para permancer desapercibido a los planes humanos y sus expectativas, y solamente visible y perceptible a los disponibles a la sorpresa de Dios, a su anuncio, a su convocatoria.
En la Argentina, como ente social, vacía de voluntad, de esfuerzo, de tolerancia, de paciente siembra y germinación, es un niño que vivia en la calle, el que ordena y direcciona la atención y los valores en semejante desconcierto cotidiano en el que viven muchos, y lo hace por terminar en tiempo y forma su escuela primaria, un niño “lleno de celo en la práctica del bien” de la propia educación. Y es un hombre pobre del interior con una familia a cuestas, el que sin apoyos extras, sin influencias, con su sólo empeño el que logra poner las cosas en su lugar, terminando su carrera de ingeniero. Las soluciones a semejante tensión y su consavido desorden y cansancio en el que vivimos, vienen desde donde no teníamos puesta la mirada y el interés. De golpe con estos dos ejemplos palpables, espiertan y se enrolan a miles en la fila de los que se llenan “de celo en la práctica del bien.”
Y entonces la adversidad y la convicción, vienen a ser extraordinarias aliadas para que salgamos del enredo de la comodidad y las explicaciones infinitas. Luz y acción, son capaces de demoler el enredo de justificaciones que nos maldicen cada día. Porque nos hace mucho mal comprar lo que no necesitamos y no podemos pagar. ¡Vivan las ilusiones, abajo los ilusionismos!
En el corazón de esta Navidad, arde la posibilidad de estar “lleno de celo en la práctica del bien.” El corazón del Padre Dios está lleno hasta revalsar por este celo por el bien, por lo que es bueno y hace bien, de manera inclaudiclable, apasionada y silenciosamente. Y encuenra su compañero en el Hijo, que se apasiona por ese bien hasta hacerse uno de nosotros.
“El pueblo que caminaba en las tinieblas, de sus obtinaciones, cegueras y intereses mezquinos, ha visto una gran luz, en un Dios que se manifiesta en los pobres con ideales intactos; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad, del consumismo, de la vanidad y la mentira, ha brillado una luz, de un Dios que se manifiesta en los humildes que no buscan la comodidad, el camino fácil, o la imposición.”
Hay una parte de los guiones de los pesebres vivientes de Navidad, que nos han hecho mucho mal, es esa parte en la que José y María golpean puertas de gente que no los reciben y ellos se van apesadumbrados al pesebre. Nada más lejos de la realidad, que poner en el corazón de la Navidad de José y María pesadumbre y amargura, resignación y un sesgo de reproche silenciado. La verdad del texto original es implacable y una gran enseñanaza: “…María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque donde se alojaban no había lugar para ellos.” Simplemente no había lugar en el hospedaje para dar a luz, y nada mejor que un pesebre donde se goza del calor de los animales, que han sido la calefacción de los pobres por siglos.
José y María en esta Navidad nos devuelven el corazón libre para vivir la adversidad y seguir haciendo la historia de Dios según Dios y no según los hombres.
En la Navidad del Hijo de Dios, los hijos de Dios, tomamos nuestras oportunidades, amenazas, fortalezas y debilidades, para ir hacia delante en la historia. Donde la sosobra y la convicción convivan amigablemente, sin destruirse la una a la otra para ir por el plan de Dios. Donde la adversidad y la oportunidad no nos tiñan de la ideología del derrotismo o el exitismo.
La Navidad nos muestra la vida sin ambigüedades, en la desición de un Dios y sus amigos, por ir en la vida levantándose en medio de la noche, para ver primero que nadie el amanecer de un nuevo día por descubrir, por aprender, por vivir con lo que se es y se tiene.
La Navidad es un día en que las fuerzas de Dios y las de los hombres confluyen, para que en medio de la vida misma, sea un tiempo y un lugar “para vivir en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad, mientras aguardamos la feliz esperanza y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y salvador, Cristo Jesús.”
En Navidad Dios no nos pide soluciones, se hace la solución, la resolución.
En Navidad Dios no nos pide que estemos bien, se hace nuestro Bien, no impulsa a hacer el bien.
En Navidad Dios no nos pide que estemos satisfechos, se hace nuestra satisfacción y saciedad gratuita.
“¡Canten al Señor un canto nuevo,
cante al Señor toda la tierra;
canten al Señor, bendigan su nombre!
¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por él!”.

¡Que tengamos una Feliz Navidad de la ejemplaridad del Hijo de Dios y sus amigos!


P. Sergio-Pablo Beliera