sábado, 26 de diciembre de 2015

Homilía Solemnidad de La Sagrada Familia de Jesús, María y José, Ciclo C, 27 de Diciembre de 2015

En este domingo de la Sagrada Familia de Jesús, María y José, les propongo meditar dos puntos surgidos de la Palabra de Dios de esta fiesta.
El primero de ellos es la conciencia creyente que todo hijo en el seno de una familia de padres creyentes, pertenece en primer lugar a Dios, es un hijo para Dios, un hijo que está llamado a ser hijo de Dios.
Los hijos o el hijo de una matrimonio creyente proviene de ese amor consagrado a Dios y como viene de Dios vuelve a las manos de Dios. No es pues, una propiedad de los padres que lo han engendrado y criado, sino un don que se recibe, se cuida y se da a Dios.
Es eso lo que expresas hoy las palabras de Ana: “Era este niño lo que yo suplicaba al Señor, y él me concedió lo que le pedía. Ahora yo, a mi vez, se lo cedo a él…”
No podría decir cuan viva o adormecida está esta conciencia en los esposos y padres cristianos. Pero sea como sea, es una conciencia que forma parte en sí misma del ser y hacer de un matrimonio cristiano y por lo tanto lo que constituye una familia cristiana.
Así, la familia se hace cristiana no tanto por sus prácticas (en plural) sino por esta práctica de consagración en que permanece todo lo que en ella se engendra y crece. No siendo los hijos nominalmente o simbólicamente de Dios y para Dios, sino de hecho y voluntariamente provienen del vínculo consagrado a Dios y permanecen con la gracia de ese vínculo a Dios y de Dios.
¿Es esta una conciencia viva y motivadora del ser y el hacer de la familia creyente – cristiana?
¿Cómo se manifestaría y que consecuencias serían esperables de una conciencia del don del tipo que hemos mencionado?
Esta conciencia del don del fruto del matrimonio consagrado a Dios, hace entrar a la familia cristiana en una experiencia de desapropiación y donación mutua de consecuencia benéficas impensables o inimaginables si no es en el plano de la santidad de Dios en la que es concebida y en la que está llamada a permanecer. Sólo así nos pertenecemos mutuamente a Dios.
Es lo que contiene la extraordinaria conciencia de Jesús al entrar en su adolescencia y que conforma la interpelación filial a sus padres: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que Yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” Es la conciencia reflexiva de Jesús hijo de María y de José de su vocación permanente a Dios Padre. Conciencia que es nuestra en nuestra condición de hijos en el Hijo Jesús. De hecho se dice lo mismo de otra forma, de María y José al comienzo de esta escena evangélica: “Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua.”
En segundo lugar, es la consecuencia inmediata de esta realidad de ser hijo de Dios en el seno de una familia de Dios. Y que implica las dimensiones de crecimiento, desarrollo e interés en que la familia cristiana se mueve y por lo tanto se ve inmersa tanto en su dimensión de esposos, como en su dimensión de padres y de hijos.
Se dice de Jesús que: “…iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.”
El plan estratégico del proceso de madurez en una familia creyente – cristiana, se propone una actitud constate para el hijo y otra para los padres:
- “…(Jesús) vivía sujeto a ellos.” La obediencia filial y confiada. Jesús practica la relación de hijo en todo su realismo encarnado y desde ella construye la relación con el Padre desde su encarnación sin ahorrarse la experiencia de hombre que eso supone. No es para Jesús una doble obediencia sino dos instancias de una misma y única obediencia, que es escucha atenta y disponibilidad a realizar lo que se escucha
- “Su madre conservaba estas cosas en su corazón.” La contemplación paciente y vigilante de los padres. No son sujetos pasivos, sino que actuando desapropiadamente sobre su hijo que es Hijo del Padre ante todo, ejercen toda su vocación de padres que el mismo Dios les ha confiado. Los padres están llamados a escrutar en el misterio de Dios el ser y la vocación del hijo.
Y tres planos de crecimiento:
-     Crecer en sabiduría: Esto es, ir haciendo el oído a Dios, a su Palabra, que es la máxima expresión de la sabiduría y cuya plenitud será el mismo Hijo de Dios Jesús, que hará suya la experiencia que el hombre vive “de toda palabra que sale de la boca de Dios.” Por lo que implica un desarrollo de la inteligencia en todas sus manifestaciones, siempre al mismo ritmo que se desarrolla el ir pensando como Dios piensa. Es un ir adquiriendo el estilo de concebir, desarrollar y poner en acto las cosas como Dios lo hace.
-   Crecer en estatura: esto es, hacer los procesos debidos a cada etapa de la infancia-adolescencia-juventud. Adquiriendo la madurez que cada edad conlleva y siendo protagonista de ese proceso de en la propia persona y en lo que esa madurez implica para los otros que deben recibirla. A la vez es un desarrollo de la madurez que implica algo que se va haciendo y siempre inacabado, que alcanzará su plenitud en un punto desconocido para nosotros, pero que se pondrá de manifiesto.
-       Crecer en gracia: esto es, un proceso progresivo de docilidad al influjo permanente de Dios por amor a su paternidad, incondicionalidad y gratuidad. Este influjo de Dios va acompañando a la persona paso a paso, y a la vez la provoca a estados más hondo de reciprocidad con su imagen y semejanza de Dios. Es por lo tanto un crecimiento en la amistad interior con Dios y en la manifestación en actos o virtudes. Aquí ocupan un lugar privilegiado la oración personal y comunitaria, como la experiencia de la caridad para con el otro.

La familia cristiana pues tiene mucha riqueza y a la vez mucha tarea que hacer, para aportar al mundo su novedad, originalidad y don, e influir amorosamente sobre un mundo que se ve desafiado por un bien atrayente.
“¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente.”


P. Sergio-Pablo Beliera

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