sábado, 14 de febrero de 2015

Homilía 6º Domingo TO, Ciclo B, 15 de Febrero de 2015


“Se le acercó un leproso a Jesús para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: “Si quieres, puedes purificarme”. Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado”. En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.”
Esta escena evangélica, es inmensamente conmovedora por donde se la mire. Conmueve ver a este leproso y su actitud. Conmueve la conmoción de Jesús frente a este hombre.
Ese acercarse de este leproso habla de su capacidad de vislumbrar una oportunidad de vida, su percibir que no será rechazado cuando esa era la actitud común de cualquier persona frente a su enfermedad.
Y ese caer de rodillas frente a Jesús, es un rendirse humilde y agotado de quien ya no da más. Es casi como una rendición frente ante tanta desgracia.
Los cristianos no estamos lejos de provocar nuevos rechazos y nuevos rechazados que experimentan que no pueden acercarse, que no pueden aproximarse a nosotros porque recibirán un ‘no entres en mi vida’, a pesar que la respuesta debería ser la contraria.
Vale la pena preguntarse críticamente, ¿dónde yo provoco rechazos hoy y frente a quienes?
Pero a la vez, ¿dónde yo dejo atrás las barreras y me abro a recibir sin condiciones a los otros que me conmueven?
Por otro lado, no podemos negarnos a preguntarnos, ¿Dónde y frente a qué situaciones yo causo rechazo en  los demás, y que reacciones provoca esa experiencia en mí? ¿De qué manera con mi impotencia puedo provocar una reversión de esta experiencia?
El leproso no se victimiza ni victimiza a los otros. Eso también merece ser considerado hoy. ¿Cómo puedo acercarme y acercar a esta experiencia, a esta actitud?
Ahora, miremos a Jesús. La súplica del leproso no es un mero pedido de curarse, sino una súplica de purificación. Desde su “corazón puro” suplica la purificación total de su persona. Postra su corazón con amor reverencial a Jesús y por eso postra su persona entera.
A todo esto reacciona Jesús con un corazón conmovido. Todo su interior se estremece ante semejante situación humana y espiritual, se conmueve por la osadía de este leproso, por su comprensión de que el Reino de Dios está cerca en la persona de Jesús, y desea con ardor ser miembro de ese Reino. ¿Cómo no conmoverse frente a tan humilde y valiente comprensión expresada tan contundentemente?
Jesús libera su compasión, estremeciéndose de amor, de compartir su esperanza y correr los mismos riesgos. Por eso mismo su mano se alarga al ritmo de su corazón, su mano se extiende como continuidad de su misericordia.
Jesús entra en zona de riesgo, pero parece no dejarse llevar por eso, sino por haber encontrado en este hombre que lo buscó, una morada digna de su agrado. Su gesto no irá sólo sobre la carne de este hombre sino sobre su persona entera.
Y por eso su respuesta se corresponde con la del leproso, “Lo quiero, queda purificado”… ¿Cómo querer algo distinto cuando ese querer se corresponde tan ajustadamente con el querer de Dios? Para eso ha venido a nosotros. ¡Cuanta complacencia encuentra Jesús en esta correspondencia de su corazón con la del hombre leproso! Aquí se cumplen las palabras del salmista hoy, ¡Feliz el hombre a quien el Señor no le tiene en cuenta las culpas, y en cuyo espíritu no hay doblez!
Los discípulos de Jesús hoy tenemos una nueva oportunidad de correspondernos no sólo con la actitud del leproso, sino también con la de Jesús, y dejarnos conmover y extender nuestra mano a tantos y tantos que necesitan un gesto contundente de aceptación en nuestro corazón y en nuestras vidas de sus personas enteras y no sólo de sus miserias.
No faltan caritativos y solidarios, pero se necesitan imperiosamente creyentes conmovidos que acogen en sus existencias y sus hogares a quien lo necesita o sólo por una circunstancia adversa sino en toda su persona. Ahí está la verdadera diferencia.
Semejante actitud nos pone en riesgo de quedar expuestos por semejante gozo que ya las cosas no sean las mismas a partir de ese momento como lo fue para Jesús, “Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a él de todas partes.”
¿Estoy dispuesto a exponerme con Jesús a una compasión que nos quite nuestra comodidad? Dios quiera que sí, porque sino nuestra vida sigue distante de la suya y nosotros podemos pedir con contundencia una vez más: “Padre, que te complaces en habitar en los corazones rectos y sencillos, concédenos la gracia de vivir de tal manera que encuentres en nosotros una morada digna de tu agrado.” 
Y seamos un discípulo que experimenta, “me esfuerzo por complacer a todos en todas las cosas, no buscando mi interés personal, sino el del mayor número, para que puedan salvarse.”


P. Sergio-Pablo Beliera

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