Hoy se abren las puertas de
Jerusalén la ciudad Santa, y por ellas entra Jesús como rey manso y humilde
sentado sobre un sencillo asno, y con él entramos nosotros a pie siguiendo al
Maestro Rey de Paz. Es un repentino brote de entusiasmo y alegría, espontáneo y
sincero, pero frágil como son nuestros si a Dios. Pero lo dicho, dicho está: “¡Hosanna
al Hijo de David! Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel.
¡Hosanna en las alturas!”
Y el Jesús Rey y Maestro que
entra a su ciudad de Paz, de ella saldrá expulsado como un blasfemo,
pretencioso, mentiroso, y delincuente. Todo en menos de una semana.
¿Dónde y con quienes estaré yo Padre? ¿Quién elegiré ser para
Jesús y para ti Padre? Por eso:
Ábreme el oído, Padre, para
escuche y escuchando me despierte para hacer con Jesús, Tu Hijo Amado tu
voluntad. Padre, Padre, “…cada mañana, despierta mi oído
para que yo escuche como un discípulo…”. Quita
de mi toda cerrazón que me vuelva infranqueable a Ti y a mis hermanos, a la
realidad del cielo que penetra en la tierra y la tierra que quiere abrirse al
cielo. “…cada mañana, despierta mi oído…” es
mi humilde y postrada petición, la migaja que necesito para no sucumbir a los
susurros del Sospechoso de siempre. Padre, Padre, “…cada
mañana, despierta mi oído” “…que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Padre, afuera suenan “¡Hosanna
al Hijo de David! Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel.
¡Hosanna en las alturas!” y pronto “¡Crucifícalo!” “¡Crucifícalo!”
“¡Crucifícalo!”…
Pero dentro, muy dentro del
Mesías Jesús que vive en mí y en todos los desdichados y creyentes, escucho su
voz: “Abbá
–Padre– todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad,
sino la tuya”. “…cada mañana, despierta mi oído”
“…que no se haga mi voluntad, sino la tuya”, para
que ni elogios o condenas guíen mis pasos sino Tu Voz única e irrepetible. Dame
un solo oído para una sola Voz, la tuya.
El Padre “abrió mi oído y yo no me resistí
ni me volví atrás.” Padre, abre el oído de mi corazón para que
escuche los latidos del tuyo, y me guíe por ellos en la refriega de la altura y
el olvido, de la noche y el suspiro, del aplauso con las palmas y las piedras
en las manos.
Que mi corazón sea traspasado
por tu mirada de ternura sobre cada uno, y así mi corazón se vuelva siempre a
tu entrañable ternura y quede dulce ante tanta y tanta amargura.
Abre mi corazón para que no se
cierre ante los elogios fáciles, ante los consuelos pasajeros, ni ante los
golpes, ante los duros golpes, frente a mi pecado y ante el pecado de mis
hermanos. Abre mi corazón como compuertas para que entres por entero Tu y los
tuyos y nadie quede fuera, pero también para que ya no vuelva a cerrarse.
No te quedes fuera de mi
corazón para que yo no me quede fuera de el, sino seré un extraño para mí
mismo.
Abre el oído atento de mi
corazón para que este ayude a mantenerse abierta a mi mente, para que siempre
piense con corazón, con corazón de carne, con corazón tierno, con corazón
traspasado. Vuelve vulnerable mi mente a tu mirada y a tu palabra, y hazme ver
a mis hermanos traspasados de dolor.
Que mi mente abierta se
mantenga atenta a tus palabras, y me vuelva discípulo del Maestro Jesús, tu
Palabra hecha carne. Y que no haya otras palabras para mí que no sean las tuyas
y que reconozca así tus palabras en toda palabra que sale de tu boca y llegan a
mis oídos por tus designios de amor.
Dame oído de discípulo y que
eso me baste, porque, ¿quien podrá
quitarme la parte mejor? Sólo tú tienes Palabras de Vida eterna y a tus
pies me quedaré, aunque arrastrado a tu pasión, traicionado, preso, negado, hundido
en el dolor, cargando la cruz y crucificado contigo, que todo eso lo has hecho
ya por mí el más pequeño e insignificante al que Tú has oído en medio del ruido
y de los gritos informes de esta ciudad.
Ofréceme Padre, en el paso a
paso, porque ¿dónde iré lejos de tu
rostro? ¿dónde huiré de tu presencia? Déjame estar contigo como Tú estas
conmigo.
Te ofrezco mi espalda como la
ofreció Tu Hijo Amado Jesús, a quien seguimos como Señor abajado y como Rey
humilde. Se que pondrás la cruz necesaria para una conversión y una liberación
de toda mi persona a tu voluntad de amor y belleza.
Aquí estoy, te ofrezco mi pobre
espalda a los duros golpes que se reciben a diario en una humanidad herida e
hiriente.
Ofreceré la otra mejilla, como
Tú la has ofrecido y me has llamado a ofrecerla, para que en mi rostro sólo sea
visto Tú, Amado Señor. Todos mis golpes serán merecidos por mis culpas frente a
los golpes injustos e inmerecidos de tu Santa Inocencia, ante la que me postro.
¡Padre, que será de los pecadores!,
si yo pecador como ellos, no ofrezco mi espalda a los golpes que ellos reciben.
Que
será de los pecadores, si yo pecador como ellos, no ofrezco mis
mejillas a los insultos y desprecios que ellos reciben. No me dejes que me
aparte de los pecadores como yo, ya que tu Hijo Jesús, mi Amado Señor, se
entregó por mí y cargó sobre sí mis pecados y los del mundo entero.
Padre, que yo siga la senda
abierta por tu Amado Hijo en su entrada a Jerusalén para cargar con nuestras
culpas. Que no lo abandone ahora cuando recorre las calles de esta ciudad,
cuando entra a nuestras comunidades, cuando penetra en nuestras casas, para
seguir siendo amigo de publicanos y pecadores, y sentarse a nuestra mesa, y
vivir y morir por esta comunión con nosotros los pecadores.
Y ya que tu Hijo Jesús “se
anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a
los hombres”, anonádame con Él ahora y en la hora de mi muerte. Que
ningún anonadamiento me pase inadvertido aún en el gozo y la victoria, que
siempre será corta como lo percibía tu Amado Hijo Jesús, que no tomó nada para
sí y que todo lo devolvió a quien se lo había ofrecido.
Por eso te sigo alegre por el
camino y te ofrezco mi manto y mi palma, para que Tú me devuelvas el manto de justicia
y la palma de la victoria a la hora indicada.
Sé que no seré defraudado,
porque Tu Amado Hijo Jesús ha sido abrazado por Tu Amor de Padre y la fuerza de
tu Espíritu. Durante el camino, a lo largo del camino y al final del camino. Tú
vienes “en mi ayuda” cada vez, aunque a veces sea difícil verlo, ahí
estás Tú y mi corazón desde dentro grita: “…el Señor viene en mi ayuda:
por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y
sé muy bien que no seré defraudado.”.
Tú sólo conoces el Sí que tú
mismo nos has dado, y no nos dirás ni hoy ni al final, sino que de tus labios
brotará un tierno y firme, “levántate tu que duermes”,
despierta ya que es de día y la noche ha pasado.
¿Cómo podría defraudarme Aquel que siendo “de condición divina, no consideró
esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente” para estar con nosotros en nuestras
miserias? ¡Cómo olvidar esto! Tú por el contrario no me defraudas
al haberte “anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose
semejante a los hombres.” Ahora Tú vuelves a ser mi semejanza y esa es mi paz y
mi consuelo.
Pero, ¿cómo podría defraudarme aquel que no sólo se abajó sino que “Dios
lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de
Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda
lengua proclame para gloria de Dios Padre: “Jesucristo es el Señor”.”?
Hoy cantamos con los niños y en
su canto nos vemos transformados en niños que creen en la Promesa.
“¡Hosanna
al Hijo de David! Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel.
¡Hosanna en las alturas!”
“¡Verdaderamente, este hombre
era Hijo de Dios!”.
P. Sergio-Pablo Beliera
No hay comentarios:
Publicar un comentario
"Solo lo que construye merece ser dicho y escrito"