domingo, 29 de marzo de 2015

Homilía Domingo de Ramos de la Pasión del Señor, Ciclo B, 29 de Marzo de 2015

Hoy se abren las puertas de Jerusalén la ciudad Santa, y por ellas entra Jesús como rey manso y humilde sentado sobre un sencillo asno, y con él entramos nosotros a pie siguiendo al Maestro Rey de Paz. Es un repentino brote de entusiasmo y alegría, espontáneo y sincero, pero frágil como son nuestros si a Dios. Pero lo dicho, dicho está: “¡Hosanna al Hijo de David! Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en las alturas!”
Y el Jesús Rey y Maestro que entra a su ciudad de Paz, de ella saldrá expulsado como un blasfemo, pretencioso, mentiroso, y delincuente. Todo en menos de una semana.
¿Dónde y con quienes estaré yo Padre? ¿Quién elegiré ser para Jesús y para ti Padre? Por eso:
Ábreme el oído, Padre, para escuche y escuchando me despierte para hacer con Jesús, Tu Hijo Amado tu voluntad. Padre, Padre, “…cada mañana, despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo…”. Quita de mi toda cerrazón que me vuelva infranqueable a Ti y a mis hermanos, a la realidad del cielo que penetra en la tierra y la tierra que quiere abrirse al cielo. “…cada mañana, despierta mi oído…” es mi humilde y postrada petición, la migaja que necesito para no sucumbir a los susurros del Sospechoso de siempre. Padre, Padre, “…cada mañana, despierta mi oído” “…que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Padre, afuera suenan “¡Hosanna al Hijo de David! Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en las alturas!” y pronto “¡Crucifícalo!” “¡Crucifícalo!” “¡Crucifícalo!”…
Pero dentro, muy dentro del Mesías Jesús que vive en mí y en todos los desdichados y creyentes, escucho su voz: “Abbá –Padre– todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. “…cada mañana, despierta mi oído” “…que no se haga mi voluntad, sino la tuya”, para que ni elogios o condenas guíen mis pasos sino Tu Voz única e irrepetible. Dame un solo oído para una sola Voz, la tuya.
El Padre “abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás.” Padre, abre el oído de mi corazón para que escuche los latidos del tuyo, y me guíe por ellos en la refriega de la altura y el olvido, de la noche y el suspiro, del aplauso con las palmas y las piedras en las manos.
Que mi corazón sea traspasado por tu mirada de ternura sobre cada uno, y así mi corazón se vuelva siempre a tu entrañable ternura y quede dulce ante tanta y tanta amargura.
Abre mi corazón para que no se cierre ante los elogios fáciles, ante los consuelos pasajeros, ni ante los golpes, ante los duros golpes, frente a mi pecado y ante el pecado de mis hermanos. Abre mi corazón como compuertas para que entres por entero Tu y los tuyos y nadie quede fuera, pero también para que ya no vuelva a cerrarse.
No te quedes fuera de mi corazón para que yo no me quede fuera de el, sino seré un extraño para mí mismo.
Abre el oído atento de mi corazón para que este ayude a mantenerse abierta a mi mente, para que siempre piense con corazón, con corazón de carne, con corazón tierno, con corazón traspasado. Vuelve vulnerable mi mente a tu mirada y a tu palabra, y hazme ver a mis hermanos traspasados de dolor.
Que mi mente abierta se mantenga atenta a tus palabras, y me vuelva discípulo del Maestro Jesús, tu Palabra hecha carne. Y que no haya otras palabras para mí que no sean las tuyas y que reconozca así tus palabras en toda palabra que sale de tu boca y llegan a mis oídos por tus designios de amor.
Dame oído de discípulo y que eso me baste, porque, ¿quien podrá quitarme la parte mejor? Sólo tú tienes Palabras de Vida eterna y a tus pies me quedaré, aunque arrastrado a tu pasión, traicionado, preso, negado, hundido en el dolor, cargando la cruz y crucificado contigo, que todo eso lo has hecho ya por mí el más pequeño e insignificante al que Tú has oído en medio del ruido y de los gritos informes de esta ciudad.

Ofréceme Padre, en el paso a paso, porque ¿dónde iré lejos de tu rostro? ¿dónde huiré de tu presencia? Déjame estar contigo como Tú estas conmigo.
Te ofrezco mi espalda como la ofreció Tu Hijo Amado Jesús, a quien seguimos como Señor abajado y como Rey humilde. Se que pondrás la cruz necesaria para una conversión y una liberación de toda mi persona a tu voluntad de amor y belleza.
Aquí estoy, te ofrezco mi pobre espalda a los duros golpes que se reciben a diario en una humanidad herida e hiriente.
Ofreceré la otra mejilla, como Tú la has ofrecido y me has llamado a ofrecerla, para que en mi rostro sólo sea visto Tú, Amado Señor. Todos mis golpes serán merecidos por mis culpas frente a los golpes injustos e inmerecidos de tu Santa Inocencia, ante la que me postro.
¡Padre, que será de los pecadores!, si yo pecador como ellos, no ofrezco mi espalda a los golpes que ellos reciben. Que será de los pecadores, si yo pecador como ellos, no ofrezco mis mejillas a los insultos y desprecios que ellos reciben. No me dejes que me aparte de los pecadores como yo, ya que tu Hijo Jesús, mi Amado Señor, se entregó por mí y cargó sobre sí mis pecados y los del mundo entero.
Padre, que yo siga la senda abierta por tu Amado Hijo en su entrada a Jerusalén para cargar con nuestras culpas. Que no lo abandone ahora cuando recorre las calles de esta ciudad, cuando entra a nuestras comunidades, cuando penetra en nuestras casas, para seguir siendo amigo de publicanos y pecadores, y sentarse a nuestra mesa, y vivir y morir por esta comunión con nosotros los pecadores.
Y ya que tu Hijo Jesús se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres”, anonádame con Él ahora y en la hora de mi muerte. Que ningún anonadamiento me pase inadvertido aún en el gozo y la victoria, que siempre será corta como lo percibía tu Amado Hijo Jesús, que no tomó nada para sí y que todo lo devolvió a quien se lo había ofrecido.
Por eso te sigo alegre por el camino y te ofrezco mi manto y mi palma, para que Tú me devuelvas el manto de justicia y la palma de la victoria a la hora indicada.

Sé que no seré defraudado, porque Tu Amado Hijo Jesús ha sido abrazado por Tu Amor de Padre y la fuerza de tu Espíritu. Durante el camino, a lo largo del camino y al final del camino. Tú vienes “en mi ayuda” cada vez, aunque a veces sea difícil verlo, ahí estás Tú y mi corazón desde dentro grita: “…el Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado.”.
Tú sólo conoces el Sí que tú mismo nos has dado, y no nos dirás ni hoy ni al final, sino que de tus labios brotará un tierno y firme, “levántate tu que duermes”, despierta ya que es de día y la noche ha pasado.
¿Cómo podría defraudarme Aquel que siendo de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente” para estar con nosotros en nuestras miserias? ¡Cómo olvidar esto! Tú por el contrario no me defraudas al haberte “anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres.” Ahora Tú vuelves a ser mi semejanza y esa es mi paz y mi consuelo.
Pero, ¿cómo podría defraudarme aquel que no sólo se abajó sino que “Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: “Jesucristo es el Señor”.”?

Hoy cantamos con los niños y en su canto nos vemos transformados en niños que creen en la Promesa.
¡Hosanna al Hijo de David! Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en las alturas!”
“¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!”.


P. Sergio-Pablo Beliera

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