HOMILÍA JUEVES SANTO, CICLO A, 21 DE ABRIL DE 2011
Si tuviéramos que decir cual es una de las actitudes más generalizadas del hombre respecto de Dios. Digamos, aquella actitud que podemos encontrar en cualquier corazón humano, sin distinción de época, cultura y sexo. Creo, que podríamos decir que se encuentra muy bien reflejada en las palabras de reacción que Pedro tiene frente a la actitud de Jesús: “¡tú jamás me lavarás los pies a mí!”. El hombre en toda época, cultura y condición, no soporta ver a Dios como siervo, como servidor, su abajamiento lo cuestiona y le produce rechazo. El hombre, busca modelos fuertes, logrados, gloriosos, podríamos decir que vistosos pero inocuos, que no lo cuestionen demasiado, que no lo saquen de lo establecido.
En esta respuesta universal del hombre a Dios, “¡tú jamás me lavarás los pies a mí!”, podemos encontrar distintas motivaciones que podríamos explicitar de alguna de estas formas:
- Nuestro asombro frente a la actitud servil que muestra Jesús desde que ha asumido la pasión muerte y resurrección como camino, y que colisiona frente a la consideración de su grandeza de ser Hijo de Dios.
- Nuestro rechazo a toda actitud servil que pueda tocar nuestra propia existencia y modificarla como la venimos concibiendo hasta el presente.
- Nuestra consideración casi absoluta por la que la condición de grandeza implica necesariamente reconocimiento y exaltación.
- Nuestra relación distante frente a un Dios que se nos acerca y se nos acerca cada vez más desde una actitud que nos resulta inesperada, cuando no indeseada.
- Nuestra relación distante frente a un Dios todo cercanía y entrega, que da y da, sin tomar nada para sí, siendo todo Él don de sí.
- Nuestra consideración que servir tiene un límite que ni Dios puede trasponer.
- Nuestra relación inadaptada frente a lo más humilde, lo más bajo, lo más insignificante, lo menos considerado, lo que implique esfuerzo ingrato y no reconocido.
Pero la respuesta de Jesús para todas las generaciones es contundente: “Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte”. Así planteadas las cosas, la propuesta de Jesús nos deja activos en la aceptación y el gozo de su actitud frente a nosotros: “Entonces, Señor –le dijo Simón Pedro–, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!”, y pasivos frente a su darse todo Él por nosotros: “se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura”, sin poder hacer nosotros nada por Él.
Ahora, desde Jesús, existe claramente una actitud en el corazón de cada hombre y mujer, que expresa la fuerza contraria a la inicial y que está expresada en los mismos sentimientos y gestos de Jesús al comienzo de la Cena pre-Pascual: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena…, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura.”
Es la actitud de la no resistencia, de la docilidad de la conciencia y de la entrega. Es la actitud de lanzarse de lleno al plan del Padre, por los que el Padre había amado entregándolo a Él (Jn 3,16) y a los que Él mismo llegó a amar “hasta el fin”. En ese “hasta el fin” se encuentra el sello propio de Jesús, su amor llega hasta donde ningún otro amor había llegado hasta ahora, hasta el mismo Padre, el mismo amor que el Padre, la misma respuesta de amor que el Padre, la misma entrega que el Padre. Es ese mismo amor, el que lo pone en el corazón del Padre y el que lo pone en la misma Vida que el Padre.
Quien se una a este amor, a esta “suerte”, a este destino, alcanzará la actitud original y más propia del hombre, “dejarse lavar” por el Siervo de Dios, Jesús, el Maestro y Señor en quien encontramos todas las actitudes propias de un hombre renovado y viviente por el impulso del Padre, y el dejarse llevar por el Espíritu.
Nuestra ciudad, nuestra familia, nuestra comunidad de fe, necesitan una vez más, frente al extremo de Amor de Jesús, a su extremo servicio, optar y abrazar esta forma de vida, para ser de manera renovada y permanente, ciudad de Amor, familia de Amor, comunidad de Amor, vivido en el tenernos unos a otros como Jesús nos tiene en torno a Él, reunidos en su actitud de servicio a una humanidad renovada. Y esto, sacando a cada hombre y mujer de su soledad y aislamiento del Padre y de sus hermanos. El aislamiento de no saber dejarse amar, de no querer dejarse amar, de no poder dejarse amar, no entender este dejarse amar… pero necesitado de correr la misma suerte de Amor que Jesús “hasta el fin”. Esto es la Eucaristía que Jesús nos deja como memoria viva de vivir “hasta el fin”, de participar de una misma vida de “amor hasta el extremo”. Es en la Eucaristía donde el hombre aprende la forma de ser del Padre en Jesús, porque ella nos invita a celebrarla, comulgarla y adorarla en lo cotidiano y así volver una y otra vez al manantial de un amor “hasta el fin”. Solo viviendo de la Eucaristía, que es Jesús Siervo, permanecemos amando “hasta el fin”.
P. Sergio Pablo Beliera
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