miércoles, 21 de enero de 2015

Meditación de Mc 3, 1-6

El Evangelio de hoy, Mc 3, 1-6, nos presenta a Jesús en la sinagoga enseñando no sólo con sus palabras sino con un hecho concreto. Cuántas veces nos enfrentamos frente a la necesidad de hacer el bien en una circunstancia inesperada o aparentemente inapropiada.
Muchas veces elegimos dejar nuestras manos paralizadas para hacer el bien. Excusas no faltan. 
El señor Jesús no se paraliza frente a las miradas acusadores. Las enfrenta. Da una respuesta adecuada en la que pone en riesgo su vida. Y el que parece estar incumpliendo el Santo sábado, lo está cumpliendo de verdad.
En la Eucaristía Jesús nos hace el bien, nos libera nuestra mano, la saca de su parálisis. Porque allí en este recinto sagrado el con su palabra nos orienta, nos interroga, nos cuestiona, nos pone frente a la realidad y nos alienta a una respuesta ajustada a esa realidad que interpela. Salimos de nuestras parálisis mentales, de nuestros esquemas, esa experiencia es muy clara en nuestras vidas, porque sentimos como nuestro corazón lucha por quedarse chiquito, contraído sobre sí mismo, como preferimos nuestra cómodas parálisis a ponernos en movimiento, a ser útiles. Porque siempre la Caridad nos desacomoda.
Por otro lado el Señor Jesús mismo, al darse en su entera persona a nosotros, remueve desde el interior nuestras parálisis, no ya con palabras sino con su presencia interior, al ofrecerse como comida y bebida, recibimos su vida y vivimos por El, gracias a El, gracias a su Vida que proviene de la Vida del Padre, de la fuente original de la Vida. El ha puesto sus manos en movimiento pata hacer el bien, El extenderá sus manos para librarnos del pecado y de la muerte, y aunque por un momento sus manos clavadas en la cruz parezcan paralizadas, en realidad están elevadas en oración al Padre, en un grito de oración con sus manos clavadas pero elevadas al Padre.
A elevado esas mismas manos con los cinco panes, las ha elevado al cielo y haga bendecido el pan de los hombres para transformarlo en el pan de Dios, pan de Vida.
En cada Eucaristía el sacerdote eleva las manos para elevar la oración de su pueblo a Dios, para dar a Dios los frutos del trabajo del hombre, para que este los transforme en su misma Vida.
Nosotros mismos elevados nuestra manos al Padre en la oración del Padre nuestro. Extendernos luego nuestras manos a nuestros hermanos en señal de la Caridad que traer la Paz.
Y finalmente las extendemos para recibir el Cuerpo y la Sangre de Jesús, sea de la manera que sea que comulgamos lo que hacemos es extender nuestras manos liberadas hacia el Dios que nos alimenta.
Y en la Adoración Eucarística deberíamos elevar nuestras manos libertad para hacernos la señal de la cruz al principio y al final, y toda vez que sea necesario para explicitar que es el mismo Dios quien extiende nuestras manos hacia Él para recibirlo de Él todo.

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