En el evangelio de hoy, Mc 3, 13-19, el señor Jesús sube a las montaña a orar en silencio y soledad, lleva en el corazón las decisión de asumir a doce de sus discípulos y asimilarlos a su misión de enviado. Llevas los nombres en su corazón para compartirlos con el Padre y tomar una deducción firme. Es importante que este sea un acto voluntario, deliberado de Jesús, puesto a prueba en la oración. Jesús no elige doce hombres perfectos, sino doce seguidores, doce discípulos a los que ya hace apóstoles y los que a la vez se propone educar como tales. Lo hará estando ellos con El, quedándose cotidianamente con El, entrando libremente a su intimidad y entrando Jesús libremente a la intimidad de ellos, es en un permanecer junto a él en la escucha de oídos, ojos, mente, corazón, espíritu, fuerzas y debilidades, de toda su vida. No serán profesionales de la palabra sino oyentes que hablan de lo que han escuchado con toda su vida y serán reconocidos y trepó respetados por estar con El en la intimidad desde el principio.
De allí debendrá el poder de su palabra, la fuerza de su oración sobre demonios y enfermedades. Todo a imagen y semejanza del Maestro y Señor Jesús.
Esa intimidad hoy las vivimos en las Eucaristía celebrada, comulgada y adorada. A ella somos convocados por Jesús y ella estamos como comunidad de discípulos elegidos para vivir como en Señor Jesús brotando de su oración y entrega, permaneciendo nosotros en oración y entrega.
La vida dada es la vida recibida del Señor Jesús en su cuerpo y su sangre, la vida postrada a los pies del Maestro en la escucha enamorada, la vida pues ofrecida impulsados por El.
Así las palabra y la sanación ofrecida es la que nosotros mismos hemos experimentado del Señor y que a las vez nos trasciende porque dándolo es como la recibimos.
Palabra y sanación hecha carne en nuestra carne cada día en la Eucaristía.
Sin la fuerza del Enviado no podemos permanecer como enviados.
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