sábado, 24 de enero de 2015

Meditación de Mc 3, 20-21

En el Evangelio de hoy, Mc 3, 20-21, el Señor Jesús se encuentra en su casa sentado a la mesa con una gran cantidad de discípulos que están junto a El escuchándolo, absortos en sus palabras, gozando de su cercana presencia.
Como el primer Israel, ellos se hacen conscientes de la cercanía de la presencia de Dios, que ha descendido hasta ellos, camina y obra entre ellos y para ellos, «que Pueblo tiene un Dios tan cercano», sin duda que ninguno.
Ahora el nuevo Israel entra en la casa de Dios, una simple y accesible casa, a la que todos sin distinción pueden entrar, sólo tiene que querer y creer, y así gozan de la amorosa compañía de Jesús, el Hijo de Dios hecho carne, de nuestra carne aunque no de nuestro pecado.
Un Dios tan accesible es motivo de escándalo, de sensación de locura, de descontrol, de exaltación mística, una aberración suponen para la majestad de Dios, como si hubiera una mayor majestad para Dios que aquella misma que Él ha elegido para manifestarse y habitar entre nosotros ya que para el hombre es imposible hacerle una casa a Dios, un habitad adecuado y digno de Él. 
¿Pero que Obra puede contener a Dios sino aquella que Él mismo a creado y ha elegido habitar en ella? La persona de Jesús no sólo es la cercanía inusitada de Dios, sino Dios mismo sentado entre los hombres.
Una vez pasado el tiempo de la presencia histórica de Jesús, habiendo padecido, muerto y resucitado por amor al Padre y para nosotros; en estos tiempos, su presencia eucarística prolonga esa presencia histórica y gloriosa de Jesús Hijo de Dios y Hermano de todos los hombres.
En cada Eucaristía, Jesús el Señor, nos invita a su casa y nos hace sentar a su mesa para compartir con nosotros su Cuerpo y su Sangre entregado por nosotros, y recibir así las Palabras de Vida que abren nuestras mentes y corazones y el Pan de Vida y la Bebida de salvación que colman nuestra vida de vida divina tomada gratuitamente y de la misma mano de Dios. Porque ha caído la prohibición de comer del fruto del árbol, porque ese árbol y su fruto es ahora mismo el Señor Jesús, vid verdadera del único viñador que es el Padre.
Y entonces el discípulo y todo hombre de buena voluntad puede resistir al natural rechazo de semejante cercanía y proximidad, con la fuerza de la fe, con la dichosa esperanza, con la Caridad solicita, a un Dios que nos sorprende y nos lanza más allá de donde podemos imaginar.

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